Por Frida Cartas
Mi nombre es Laura Indira Garza García, pero ustedes me conocen como Laurita. Y digo ustedes, porque claro que saben quién soy, ¿a poco no les suena este nombre? ¿Ya me reconocieron? Les daré otro: La maestra de la escuela. ¿Ven? Por supuesto que saben quién les habla. Lo que no saben es mi historia, pero hoy, luego de cuarenta y cuatro años de aquel fatídico lunes, donde unos peones, aún alcoholizados, hallaron el cuerpo de Emilio junto al mío... se las voy a dejar aquí por escrita.
Y no, esta no es una carta rulfiana, donde dialogan ontológica y literariamente con una muerta, esta soy yo, Laurita Garza, la mismita, estoy viva. Vieja y viva. Asesina y anciana. Arrugada y satisfecha. Disfruto de una edad tranquila y bien cuidada. En el gabacho. Donde llegué hace décadas, aprovechando la libertad que te da el estar muerta. El rumor del fallecimiento, pues.
Como habitábamos el fin de los 70's en Chihuahua, la tierra olvidada por Dios, y a mi me había tocado nacer mujer, la mayor de siete hermanos, quién se iba a preocupar por corroborar que efectivamente era yo la cadáver que encontraron junto al de aquel desgraciado de Guerra. Simplemente fueron a mi casa a avisar a mis hermanos. Que miraron cómo salí de la noche, y no volvieron a saber más de mi, igual que todo el pueblo. Es verdad, me esfumé, morí. Pero yo no me maté, me mataron, y nada más y nada menos que por celosa y ardida. Vaya originales.
Emilio había llegado un día a mi vida, luego de que mis padres murieron. Yo era la protectora de cuatro mujeres y dos hombres menores. Nuestras diferencias de edades eran bastante espaciadas, que prácticamente ellos eran unos bebés, y mis hermanas y yo las adultas, aunque Juana tenía doce y Rubí 17. Alondra 20 y yo 23.
Nuestra casa era, la casa de mujeres. Aquellas pobrecitas, nada agraciadas, y huérfanas mujeres. Yo, la mayor, que las protegía. Y protegía también 1200 hectáreas que me heredó papá en su testamento. Kilómetros de tierra que albergaban riachuelos, restos de haciendas, y oro. Pobrecitas porque la tragedia alcanzó a nuestros padres, y nos dejaron solas, pero no pobres de piojosas. Yo trabaja como normalista, y Alondra era la administradora del servicio de tractocamiones, la pequeña empresa de papá.
Emilio como el predador y zopilote del desierto que fue, olió esto y llegó galante a mi vida. Comenzó a enamorarme. Era atento, caballero, y agraciado. Tarde supe que sus palabras y enamoramiento no eran honestos sino llevaban ambición y malicia. Y qué les digo: caí. No hay cosa que obnubile más a una mujer, que el enamorarse.
Un hombre joven y guapo, interesado en la maestra de la escuela, que además había quedado huérfana y se hacía cargo de sus hermanos. Por fin ella había encontrado un valiente que podía salvarla, y salvar a todos. Por dos años hasta yo me creí este cuento. El también era huérfano, pero más grande que yo: 31 años. Sólo que sin herencia. Nada más un apellido rascuacho de alcurnia. Y me propuso matrimonio para poder dármelo, ese gran tesoro de castas.
Me llenó de atenciones, y caricias, de besos y dulzura. Mentiría si dijera que no me gustó. Fue hermoso. Además ayudó gentilmente a mi hermana a reactivar el negocio de renta de maquinaría pesada, que a ella, otra mujer en el mundo de los señores, luego de la muerte de mi padre, nadie quería saber de sus servicios, y enfrentaba una crisis. Emilio puso la cara. El macho por delante. Reactivaron entonces el negocio juntos. Con su pago por el favor, quiso invertir en las tierras que heredamos, y comenzó su propio negocio con la no tan legal venta de agua, que por ahí pasaba. Comenzó a viajar, quizás prometiendo inversión, y un día sin más nos ofreció a Alondra y a mi, rentarnos un par de hectáreas para una fabulosa idea de prosperidad. En realidad nos robó. Y su pedida de matrimonio fue tan falsa como la lucha socialista en este país. La gallarda petición de boda era para con otra. Yo sentí una vergüenza enorme. Me había engañado, y engañado a mi hermana. Que confirmó que junto con par de hombres más, en el pueblo, entre ellos el síndico, nos habían quitado hasta el dinero ahorrado en el banco. Con el que habíamos imaginado un futuro para nuestros hermanos. ¿Quién iba a creernos ahora? ¿Cómo íbamos a denunciarlo? ¿En dónde? Si la familia de renombre e importancia era la suya. Si los amigos poderosos de Santa Elena, que podían ayudarnos, eran casi sus compadres. Cómo se reían de nosotras. Los infelices, desgraciados. Se reían sin el mínimo pudor de disimular un carajo.
El vestido que usaría para la boda prometida, juro que por sí sólo se puso negro en esos días. Como si tuviera vida propia. Alondra decía que iba a matarlo. Pero yo pensé que si ella iba a la cárcel, quién iba a admnistrar la seguridad económica de esta familia. A mi me tocaba hacer algo porque yo era la mayor. Y mi profesión era más por amor al arte que por sustento en sí. No me malinterpreten. En verdad amaba a mis niños. Y los cuidaba y les enseñaba, con la misma paciencia, cariño, y dedicación que hacía con mis hermanas y hermanos. Pero si alguien iba a matarlo y borrarle esa estúpida sonrisa de la cara era yo, al cabo en la primaria podían prescindir de una maestra, pero en una familia, de quien provee y organiza, no.
Por esos días lloré mucho. Claro que me dolía. Amé a Emilio a la buena. Y deseaba ser su esposa. Veía mi futuro a su lado, y veía a nuestros hijos. Él, simplemente, cuando obtuvo lo que quiso, comenzó a alejarse de tajo. Para entonces Alondra sabía lo que él había hecho. Y me lo contó. Tuve que cargar con mi propio dolor del alma, con la vergüenza de haber sido engañada, y de pilón con la culpa de haber traído a esta alimaña a nuestra casa.
Él, por supuesto, anunciaba esplendoroso, donde quiera, su boda con Estela, la hija del síndico. Una jovencita como mis hermanas Juana y Rubi. Y la gente festejaba como si yo nunca hubiera existido. Como si incluso no existiera. El pequeño príncipe del pueblo, con la gracia, y los amigos, que él era, le daban ese poder.
Si alguien va a matarlo, le dije a mi hermana, voy a ser yo. Y para ello tuve que sacarme las lágrimas que me quedaban, por noches enteras, e impedir que siguieran su curso hacía el río bravo de mi corazón, y se estancaran ahí. Así que no sólo tuve que llorarlas y dejarlas escurrir, tuve sobretodo que expulsarlas y evaporarlas en el instante mismo que titiritea una estrella en la oscura noche. Finalmente mi corazón también se había teñido de negro.
La noche de aquel domingo, cuando lo mandé a citar, en las mismas tierras que nos robó, llegó solo y sin arma, qué miedo podía tenerme. Ese desdén y desprecio fue su sentencia.
El vox populli de Santa Elena decía que mi "escuadra cortita", y que "mi despecho y celos por ser la dejada", pero lo cierto que de cortita nada tenía la carabina 30-30. No lo cité para rogarle ni llorarle, como les siguieron contando a ustedes en largas noches de cantina, y estaciones de radio. Yo le di, si acaso, la última oportunidad de firmar por escrito su confesión y poder llevar ese documento a la capital del estado para buscar justicia, por el amor que le tuve. De mi quise quise darle el chance de redención, pero sus palabras fueron secas: Vieja pendeja, ardida; en una sonora carcaja, de paredes viejas y rotas que nos atestiguaban bajo el ruido de los grillos y las estrellas. Le di un infalible y luminoso tiro en la garganta, justo por la boca, mientras aún pronunciaba la última sílaba, como si hubiera metido mi dedo para detener el campaneo. Yo siempre supe usar armas. Me enseñó mi padre desde niña. Cuando cayó al suelo, le estampé el tiro de gracia, y ahí, el fuerte grito de una mujer a unos metros nuestros me puso descolocó y me puso nerviosa. ¿De dónde salió? Si yo cité a este vividor, justo aquí, en donde nadie viene y nadie podría escucharnos.
Por puro impulso disparé hacía ella y le volé la mitad de la cara. Dos horas estuve pensando cómo resolver este imprevisto. Así que lo de la ex, como ahora se dice modernamente, tóxica, tal parece que lo inventé yo esa noche, fue mio. Arrastré y coloqué el cuerpo de la susodicha, abrazado románticamrnte al de Emilio, unté un poco de pólvora en sus manos, y taráááán, construí la propia tragedia griega chihuahuense.
Por la madrugada regresé a casa para contarle a Alondra los ajustes del plan que habíamos orquestado, luego del percance no previsto. Seguiríamos diciendo que morí, que desaparecí, que nadie más supo de mí esa noche que me fui de casa, y del pueblo.
Pero ni falta hizo. La historia corrió solita como peste y cólera, y hasta acordeón y guitarras le pusieron. Me fui tranquila a Texas, y me guardé unos años. Mis hermanas y los niños crecieron. Alondra pudo recuperar algo de lo perdido, y hacerlo crecer. La pinshi rola de este desmadre se volvió tan pegajosa que hasta ella me la cantaba cuando venía a verme. Yo me junté con un gringo y tuve dos morrillos, a uno le puse Emilio. No, no se crean. Es broma. Se llaman Jean y Giovanni.
Si hoy, tantos años después hablo y cuento la insignificancia del contexto, es porque el mundo ha cambiado, y ahora llegamos todas, con A. También las asesinas. Ustedes sabrán entenderme. Ese cabrón se lo merecía. Y volvería hacerlo. A mi ya nada puede pasarme. Yo sí tuve vida después de la muerte, aunque ahora se me esté acabando, y no haya recibido jamás regalías ni crédito por tantos bailes, festivales, fiestas, y pedas, que les di. No hace falta. Sigo siendo generosa, y ahora les dejo la verdad. Yo soy Laura Indira Garza García, y esta, es mi historia. ¡Ajúa!
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