Por Nicolás Jaula
Mis pensamientos se concentraban en mis pequeñas metas rutinarias: ir al cajero automático, regresar a casa para lavar la ropa y alimentar a los gatos. Caminaba medianamente apresurado por costumbre, subiendo y bajando de la banqueta para sortear las partes levantadas por las raíces de los árboles, y los puestos ambulantes. Lo hacía casi de memoria, ya que ese camino lo transitaba desde que iba a la primaria.
Si no hubiera estado tan ensimismado en mi propia cabeza, habría escuchado que ese perro le estaba ladrando al tipo del paraguas negro, unos metros delante de mí.
Un poco más cerca, y aún sin prestar la suficiente atención a lo que sucedía a mi alrededor, el perro ignoró al otro hombre y se abalanzó directamente sobre mí, con un salto que lo colocó a la altura de mi pecho.
Anticipé la escena: Giro un poco para cubrirme, pero el perro me clava sus colmillos amarillos en mi hombro izquierdo. El dolor y el peso de animal me doblan, pero el terror y el subidón de adrenalina me mantienen en pie. Me suelta, pero con más fuerza y furia se arroja violentamente hacia mi rostro, mientras solo me da tiempo de protegerme con el antebrazo. Siento el pinchazo y alcanzo a ver la dentadura del perro incrustada justo arriba de mi viejo reloj, mostrando sus encías enrojecidas en su máximo esplendor.
La escena es interrumpida cuando el sonido de una motocicleta a toda velocidad pasa a un costado mío. El perro cae con todo su peso justo delante de mí, y como una bala cambia su dirección y objetivo hacia las ruedas del vehículo.
Tras esto, seguí caminando. Pensando en rutas futuras para ir de mi casa al banco.
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