Frida Cartas
Aunque ficción, la realidad nos dice tajantemente día a día, desde hace más de 15 años, en este México sangrante y de narcopolítica, que la opera prima de Fernanda Valadez y Astrid Rondero es algo que pasa y sigue pasando, así espantosa e impunemente. Un retrato silencioso, árido, cruel, violento, y al mismo tiempo, como en paradoja, un retrato amoroso.
Una mujer en busca de su hijo desaparecido. Un adolescente que sólo quería hallar su propio camino y una mejor calidad de vida, perseguir un sueño tal vez, tener un futuro distinto al de su madre y su pueblo, la tierra que lo vio nacer. Pero no halló nada, el infierno lo halló a él.
Una historia que a golpe de una cotidianidad violenta y sanguinaria, se hace tan común y afín a otra historia que ya hemos escuchado antes, y a otra, y otra más. Todos los días. Y que el cine, como arte, pero también como medio de comunicación, decía mi maestro Ruy Franco, tiene la necesidad de contar para que no se olvide, para que se siga señalando, y dejando evidencia como en una videoteca del horror -que nos tocó vivir-, que no vamos a normalizar la crueldad y la violencia, por mucho que nos bombardeen para normalizarla. Dicho de otra manera, el cine informa, documenta, detalla, pero también sensibiliza, y logra que el espectador pueda acompañar, en este caso en concreto, con las actuaciones puntuales y bien logradas de Mercedes Hernández (Magdalena) y David Illescas (Miguel) una ficción, que repito, se hace tan actual, tan real y tan presente. Tanto que aunque alguien no vea noticias ni lea periódicos, el asunto de los desparecidos, las narcofosas, la violencia de las células delictivas, no pasan desapercibidas, pues han impregnado la cultura popular y las redes sociales, y se hallan ahora presentes como nunca en canciones, memes, y hasta youtubers e influencers.
Pero “Sin señas particulares” retrata además otro fenómeno social, y este es el de la migración y los pueblos llamados fantasmas, que abonan precisamente otras variables como la pobreza extrema, la desigualdad, la desaparición de personas, y la búsqueda de cárteles por hacerse de nuevos sicarios, engrosando sus filas. Y aunque no es la finalidad de la película, esta obra permite entrever lo que ya sabemos, que las autoridades, burocracia e instituciones, han perdido todo compromiso o ética, para comprender siquiera el problema estructural que encaran, y terminan deshaciéndose de cuerpos como desechar una hoja de papel, o entregan cuerpos por entregar, sólo para cerrar casos o finiquitar “pendientes”.
Para Fernanda y Astrid, ante el horror, era más importante tejer una historia de afecto, de humanidad, de empatía, de caminos, alianzas y retratos, que son los que le otorgan a esta cinta, el toque amoroso, pues porque sí, el cine también apuesta por dejar un mensaje o una parte humana de sus propios realizadores, y eso se agradece siempre. Una cinta mexicana que deberíamos buscar en salas estos días y verla con los ojos y con las venas que van al corazón, no sólo porque se trata de cine mexicano, sino principalmente para que la memoria siga vigente, recordándonos que no vamos a olvidar, y que no nos acostumbramos a esta violencia de un país que siembra cuerpos para cosechar el espanto y la tortura. No vamos.
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