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Ribadesella, verano del 2000

Foto del escritor: Guillermo Martínez ColladoGuillermo Martínez Collado




Por Guillermo Martínez Collado


¿Se puede amar y odiar a la vez a una misma canción? Eso es lo que me pasa a mí con Princesas, del grupo Pereza. 


¿Y por qué? No hay una sola razón. Es decir, odio la canción primero porque no me gustaba el grupo. Me parecían una versión cutre y descafeinada de un conjunto rock. Solo veía postureo, clichés y radio fórmula por todos sus poros.


También la odio por su letra. “Me tomo algo, sonrío y me lo vuelvo a tomar”. “Escucho música y me pongo a bailar”. “Sigo flipando cuando veo mi cara en el As”. Genial si vas a primaria, pero no si has dejado atrás los libros de Teo.


La triste historia de un tipo que no cuenta nada en concreto, pero no más titis por favor, los hombres somos tan complicados... Uh-ah, alucina cada vez más.


Y, sin embargo, cada vez que escucho la canción, se me pone la piel de gallina, los ojos se me llenan de lágrimas y una sonrisa tonta se me dibuja en la cara. ¿Por qué? Porque me traslada como no lo hace nada más en el mundo al verano del año 2000.


Me había pasado el curso durmiendo en los laureles. Había olvidado el equipo de fútbol y me estaba tomando en serio lo de patinar. Descubrí lo que era emborracharse los fines de semana y levantarse los domingos con un clavo en la cabeza. Y sobre todo, había empezado a salir con una chica. Carla y yo nos besamos infinidad de veces detrás del ambulatorio y en las escaleras del parque. Habíamos ido al cine juntos y nos grabamos cintas de música. Yo intentaba soportar su gusto musical pero, ¿en serio? En sus caras A: Amaral o El Canto del Loco. En las caras B: Robbie Williams y The Corrs. Allí fue donde la escuché por primera vez. Princesas, la canción que me perseguiría aquellos calurosos meses. 


El caso fue que cuando mis padres vieron las notas no lo dudaron. Con seis asignaturas suspensas me comería un verano castigado y trabajando, y a la vez debería ser responsable para estudiar. 


Los padres de Dani, que tenían el mismo problema con su hijo, y eran compañeros de juerga de los míos, tuvieron una brillante idea. Nos mandarían a Ribadesella, a currar en la empresa de canoas de Ramón, un viejo amigo de la familia. Para dormir podríamos quedarnos en el bajo cubierta que estaban arreglando sus primos. Así apreciaríamos la parte dura de la vida. Así íbamos a valorar lo importante que era estudiar. Así fue como, borrachos como cubas, nuestros padres decidieron que era buena idea mandarnos a pasar el verano solos, a un sitio turístico, sin ningún tipo de control por su parte.


Cuando nos vimos allí, viviendo en Ribadesella lejos de nuestras familias, no pudimos evitar un ataque de risa. Compartíamos una oscura habitación de un bajo cubierta a medio rehabilitar, en un bloque de viviendas con vistas al puente y la ría. Nos daba igual tener que trabajar.


Aquel verano hizo mucho calor, tanto que cortamos nuestras camisetas para que no tuvieran mangas, y llevábamos los playeros sin calcetines. Se conseguía un olor muy chungo con eso.


El dinero que nos pagaba Ramón se dividía. La mitad iba directamente para nuestros padres, la otra mitad, pagada en mano semanalmente, era para nuestros gastos. En el año 2000 Dani y yo teníamos diecisiete años. Tengo que decir que con esa edad nuestra escala de valores era muy diferente a la de cualquier persona con dos dedos de frente. Lo primero que hacíamos era comprarnos cintas y CD en el mercado semanal. El puesto, que se ubicaba frente a la oficina de correos, ponía una selección de grandes éxitos para atraer compradores. En esa lista no faltaban las canciones de Pereza. También abundaban otros géneros como el flamenco, la música asturiana o las rancheras. Por suerte el dueño reservaba una esquina para los estilos más cañeros. Allí aparecían mezclados discos de metal, rock o punk inglés. Tuvimos que hacernos con un Radio CD para reproducir todo lo que comprábamos. Con lo que sobraba llenábamos carros de la compra con botellas de Mahou Clásica y paquetes de patatas. Una vez en casa, salíamos por la claraboya y nos sentábamos en pleno tejado, a ponernos morados de birra y tabaco barato.


Para sobrevivir necesitábamos comer, así que ideamos un sencillo plan. Nuestro trabajo en la empresa de Ramón era de lo más variado. Teníamos que limpiar todas las canoas y los chalecos. Cargábamos el material en las furgonetas y preparábamos el almuerzo de los clientes, que consistía en una botella de agua, una pieza de fruta y un bocadillo de embutido. Descubrimos que si se quitaban unas pequeñas rebanadas de cada bocadillo nadie se daba cuenta. Luego las envolvíamos en papel de plata y las escondíamos entre los muros de ladrillo. Antes de ir a casa las cogíamos disimuladamente y nos las llevábamos. Así fue como nos alimentamos unos noventa días. Si nos sobraba algo de dinero podíamos comprar yogures o una barra de helado, pero nos lo comíamos del tirón, porque la nevera no funcionaba. El día que descubrimos que el problema era que no estaba enchufada, ya había pasado tanto tiempo que nos dio igual y la dejamos así.      


En la empresa de canoas trabajaban otros dos chicos mayores, Marco y Urbano. Sus preocupaciones no iban más lejos de salir con chicas y mirarse al espejo. En la furgoneta siempre llevaban puesta la misma cinta, y cuando digo siempre es siempre. Y la primera canción en sonar era Princesas. Solían fanfarronear sobre las tías que se ligaban, pero la realidad era que pocas se atrevían a quedar con ellos. Eran tan fuertes como brutos, y su idea de una cita era poco más que bajarse los pantalones a la mínima oportunidad. 


Un día descubrimos que les pagaban más que a nosotros. Al principio nos enfadamos, pero en realidad nos daba igual. En verdad recibíamos mucho más dinero del merecido, porque éramos unos desastres. Casi se podía decir que tenernos allí era un favor que hacían a nuestras familias, y había dotado a nuestra vida de una libertad que nuca habríamos esperado.


Marco se parecía a una versión veinteañera del Piraña, el clásico personaje de Verano Azul. Podía coger dos o tres canoas de cada vez, y apretaba tanto los ojos cuando salía el sol que parecía que los tenía cerrados. Aunque en silencio hablábamos de él como "El Fanegas", jamás se lo hubiéramos dicho a la cara. Corría el rumor de que se había peleado con un grupo de turistas que no querían pagar y los había arrojado a la ría. Nosotros nos creímos esa historia, no vimos razones para dudar de ella.


Urbano era más guaperas, un chico fuerte y musculado que siempre iba bien peinado. Pero era tan bizco que no te podías fijar en otra cosa. Tanto que nunca sabías dónde estaba mirando. El día que lo conocimos pensamos que nos estaba vacilando y le dijimos que pusiera de una vez los ojos normales, hasta que cambió el gesto y nos gritó. “No chicos, no estoy de broma. Soy bizco”. Así que a partir de entonces tratamos de no hacerle enfadar. Nos enteramos de que su familia tenía pasta y él estudiaba en la universidad. Trabajaba para pagarse los gastos del curso, a pesar de no necesitarlo. Sólo por eso ya parecía majete. Y sin embargo, estaba tan obsesionado con las chicas que resultaba irritante.


Aquel verano, esos dos orangutanes fueron nuestros referentes generacionales, y lo eran por oposición, porque representaban aquello que no queríamos ser. Y a la vez no parábamos de reírnos con ellos.


Nuestra dieta de restos de bocadillos y helados daba sus frutos. Ya habíamos perdido unos kilos. Eso hacía que la cerveza causara aún más efecto cuando la bebíamos. Sentados en el tejado con vistas al puente y a la ría, el alcohol se nos subía muy rápido a la cabeza. Luego me iba a la mesa que teníamos entre las dos camas y me ponía a escribir tonterías, una mezcla entre cartas y poemas que no dejaba leer a nadie. Supongo que en esos momentos la cabeza se nos iba demasiado. Luego poníamos música en el radio CD. Hasta que los vecinos daban golpes en el suelo y entonces bajábamos el volumen, porque no queríamos que nada hiciera tambalearse nuestro pequeño paraíso. 


El año 2000 fue año de la crisis (que no fue) de los ordenadores, del nuevo milenio, del progreso. De un mundo nuevo. En esas noches exaltadas por el alcohol creía que mi novia y yo seríamos pareja por mil años. Que viviríamos una especie de amor eterno.


Una tarde cualquiera fui a la cabina de la plaza y saqué unas monedas, como solía hacer una vez a la semana, para llamar a Carla. No tenía dinero para comer, pero sí para las cosas importantes. Su abuela descolgó y me pidió que esperara. Tras unos primeros minutos de frases cortas, estaba preparado para decirle que la quería, pero ella habló primero. Cosas inconexas que no tenían ningún sentido. En seguida me olí la tostada.


-Carla, ¿qué es lo que pasa?

-Creo que lo mejor sería dejarlo.

-¿Cómo que lo mejor? ¿Lo mejor para quién?

-No me líes. No quiero seguir con esto.

-Pero yo...


Pero yo te quiero, iba a decir. No dije nada, sin embargo. Al otro lado de la línea Carla colgó y me quedé un tiempo escuchando el sonido. Cuando por fin pude reaccionar estaba llorando. Una anciana se acercó preocupada por mi aspecto. Me metió en una cafetería donde me dieron un vaso de agua, me atraganté y tuve que ir al baño a vomitar. En la televisión sintonizaban un canal de música. Frente a mí, ese videoclip hizo de triste banda sonora.


La ropa chula costaba dinero. Las marcas que tanto nos gustaban y que estaban asociadas a la subcultura de los patinadores eran más caras si cabe que aquellas que odiábamos. Por eso nos molestaba ver a los niños de papá vistiendo con estilo skater, y a los skaters de verdad con cualquier chándal barato. 


Ese verano aparecieron por Ribadesella puestos ambulantes con cosas que nos gustaban de veras. Se acercaba la fiesta de Piragües y había un limbo legal por el cual se permitía vender impunemente prendas que, sin ninguna duda, eran de imitación. Marcas como Quicksilver, Thrasher o No Fear por cuatro perras. 


Al principio intentamos regatear. Ya habíamos gastado casi todo el presupuesto semanal, pero estábamos dispuestos a pasar más penurias por lucir alguna de aquellas camisetas. Sin embargo, esos tipos no querían negociar con dos mocosos.


Quizás fue por mi estado un poco enajenado, quizás solo me envalentoné. Cuando los dueños de los puestos no miraban, empecé a robar ropa. A robar mucha ropa. Me la metía debajo de la sudadera y subía a guardarla a la buhardilla. Mi problema fue que no sabía parar. Teníamos suficientes camisetas y sudaderas chulas como para montar una tienda. Y la peña de aquellos puestos parecía no enterarse de nada. Hasta que al final me echaron el guante. Lo hizo un tipo con aspecto de indio que medía unos dos metros. Me cogió la mano y me la retorció como si fuera de mantequilla. Tuve suerte de que en ese momento pasaran dos guardias civiles que me arrancaron de los brazos de la bestia y me llevaron al cuartel. Como estábamos en vísperas de Piragües no daban a basto. Estaba sentado en una silla, esperando a que me cogieran los datos y llamaran a mi casa, cuando un mensaje de radio movilizó a todo el cuartel. Alguien había roto el escaparate de la ferretería y estaban dando el palo. El guardia me tenía ganas, pero sus compañeros lo esperaban afuera. El tipo me señaló con el dedo.


-Tú, mocoso. Mañana te quiero aquí a primera hora.

- ¿A mí? Sí, señor. Aquí estaré. 


Y me dejaron ir. Con la promesa de volver al día siguiente. Por propia voluntad. Sí. Seguro que iba a volver. ¿En serio creían eso? Lo que hice a partir de entonces fue cambiar mi forma de vestir. Empecé a ir con chándal y gorra calada, y me cambiaba de acera cada vez que los veía por la calle.


Los días de la fiesta trabajamos la mitad del tiempo. A partir del jueves ninguna empresa echaba turistas al río y Ribadesella se iba convirtiendo con el paso de las horas en el centro mundial de la parranda. Los negocios echaban el cierre y tapaban las cristaleras con enormes chapas de madera que las cubrían de arriba a abajo. Aparecieron cientos, miles de tiendas de campaña que se establecían en el primer lugar que encontraban. La policía y la Guardia Civil intervenían si ocurría algún incidente serio, como robos o peleas, pero la mayoría de las veces llegaban cuando ya era demasiado tarde para controlar la situación. Los propios vecinos parecían vivir una embriaguez permanente. Así que, ilusos de nosotros, creímos que íbamos a vivir la fiesta de nuestra vida.  


Llegué de hacer una de nuestras habituales compras, cuando a la vuelta me encontré a Dani más pálido de lo habitual. Había llamado a casa por puro azar y su madre le informó de que en breve saldrían hacia Ribadesella para hacernos una visita y se quedarían un par de días con nosotros. Era obvio que no se fiaban de dos adolescentes con malos hábitos de estudio.


Hicimos una compra digna de unos auténticos farsantes. Algo de fruta, galletas, leche y café. No había dinero para más. Lo del café fue buena idea, porque el olor de su preparación camuflaba la peste del lugar. Toda esa preparación resultó innecesaria. Cuando llegaron los padres de Dani, iban tan metidos en la fiesta que no se percataron del desorden. Nos sacaron a dar una vuelta. Nos trataron como si tuviéramos ocho años. Compraron algodón de azúcar y Coca Cola. Nos quisieron montar en los coches de choque. Por fin nos mandaron al ático a las tres de la mañana para seguir la juerga sin nosotros. 


Una vez en nuestro refugio sacamos unos botes de cerveza que teníamos escondidos tras unos libros. Ni siquiera era cerveza fría, eso nos daba igual. Salimos al tejado con el radio CD y tratamos de beber con nuestra música, pero era imposible. Los altavoces del Alboroto estaban a un volumen infernal. Unos tipos cerraban el paso de los coches, que cuando intentaban pasar por allí eran movidos a empujones por la multitud. Si pegaban un acelerón, les rompían la ventanilla y les sacaban a golpes. Era como estar en una película de ciencia ficción. Mejor que ver la tele. Y de fondo, como no, esa maldita canción. 


Una de las cosas que acabé por hacer ese verano fue la gran compra diaria para la empresa de canoas. Como iba perdiendo peso, víctima de la dieta y el trabajo, estaba cada vez más débil. Era algo así como una fregona con nariz y camiseta sin mangas. Mi validez como trabajador cualificado para cargar y descargar objetos pesados era casi igual a cero. Empezaron a mandarme todos los días al supermercado a por embutidos, pan, agua y fruta. Cantidades ingentes de cada uno de estos productos. La encargada me acompañaba para hacer un inventario que pagaba a final de semana Ramón, el dueño de la empresa. La mujer se acabó cansando de mí, y le encasquetó el trabajo a una chica pelirroja que tendría un par de años más que yo. Llevaba el polo verde del súper, vestía vaqueros rotos por las rodillas y bambas negras. Parecía sacada de un videoclip de algún grupo californiano, y eso a mí me encantaba.


Un día, mientras llenábamos la cesta empezó a sonar la canción de Pereza. Inconscientemente solté un exabrupto. La chica, que no se había fijado en el enano hemofílico que tenía delante, se empezó a partir de risa.


-Yo también odio esta canción. La ponen todo el día, hace que me quiera suicidar.

-Sé a lo que te refieres. Me pasa igual.

Me miró un segundo y se dio la vuelta para seguir llenando el carrito. Tenía que decir algo. Era ese momento, un ahora-o-nunca de manual. Y por alguna razón intuí que la música podía ser mi salvación. 


- ¿Y qué grupos te gustan?

-The Jesus and Mary Chain, REM... ¿Y a ti?

-Offspring, Weezer…

-Oye, no tenemos gustos tan diferentes. ¿Qué te parece si nos grabamos unas cintas?


Aquella era la pregunta más bonita que había. Grabar una cinta para otra persona era volcar en ella tus gustos, contar tus intimidades con las palabras de otro que lo hacía mejor. En un momento supe que me había enamorado de aquella chica. Empecé a dar las palmas, hasta que logré contenerme como pude.


-De acuerdo. ¿Y cómo te llamas?

-Lu. Como las galletas.


Esa misma noche me puse a grabar una cinta para ella. Fueron los momentos que atesoro con mayor cariño de los acontecidos entre aquellas cuatro paredes. Mis grupos, las canciones, y el botón de grabar. Tratar de expresarme con cada cinta, y luego escuchar de vuelta las que ella me pasaba, en las que yo trataba de encontrar mensajes ocultos donde me expusiera su amor secreto. Por alguna razón que no acababa de entender, aquello enfadó sobremanera a mi compañero de cuarto.


Fue mientras buscaba una cinta. Un recopilatorio de nombre Vértigo donde salían canciones que estuvieron de moda, por distintas razones, a finales de los noventa. Sabía que a Dani le molaba y solía coger la cinta sin mi permiso, incluso se la ponía para dormir, aún a riesgo de envolverse el cuello en los cables del walkman. Moví el colchón de su cama y allí descubrí las revistas. Pensé que eran desnudos sin más, pero no eran como las que había visto con mis otros amigos, en estas salían chicos. 


Me sonrojé solo por tenerlas en las manos. Rompí las que pude, enojado. La mayoría las tiré, pero dejé unos trozos rotos en el suelo del pequeño espacio que hacía de salón. Cuando Dani llegó con las latas de cerveza vio la cama movida y los restos de revista rotos en el suelo. Aquello me recordó a las escenas de las discusiones de mis padres y quise reír, pero me contuve.


-¿Qué es esta porquería?


Dani no se atrevía a decir nada, parecía que estuviera a punto de llorar. Yo esperaba que me dijera alguna trola. Algo en plan "es una broma que te íbamos a gastar", "esas revistas son para un amigo" o "me gustan los desnudos artísticos porque quiero ser el próximo maldito Miguel Ángel". No dijo nada de eso. Solo pudo decir "Yo".


-Yo...yo...


En mi cabeza se sucedían las preguntas. ¿Por qué nunca había tenido novia? ¿Por qué nunca decía nada de las tías? ¿Y las fotos de futbolistas musculados en la carpeta? De repente todo tenía sentido. De igual manera empecé a rememorar imágenes de los dos en el cuarto de baño o en el tejado. La camaradería traicionada, o al menos así lo veía yo en aquel momento.


Hice la maleta ante la figura inmóvil de mi antiguo amigo, que solo acertó a recoger los trozos de revistas y tirarlos a la basura. Cuando lo tuve todo preparado me puse a buscar monedas por los rincones. En cuanto junté suficiente pasta salí en busca de una cabina de teléfonos y llamé a casa. Por la calle pasaba un coche con la música a todo volumen.  


Dediqué mi última mañana allí a grabar una cinta de despedida para Lu. Puesto que iba a ser la última tenía que darlo todo. Eso quería decir que tenían que estar Nirvana y los Red Hot. Cuando me puse a hacer la cama vi un sobre encima de la almohada, supuse que lo habría dejado Dani antes de marcharse a trabajar. Yo esperé en el tejado. No estaba dispuesto a tonterías sensibleras ni a más mentiras. 


De camino al supermercado me paré delante de una papelera. Estuve tentado de abrir la carta, sin embargo hice una bola y la tiré. Tal vez Dani se sinceraba, o me llamaba idiota o había un décimo de lotería premiado. Eso nunca lo sabré. 


Esperé donde los contenedores. Apestaban a comida en descomposición y el suelo estaba pegajoso por el efecto de todo tipo de líquidos que se vertían por accidente. Las trabajadoras del súper no se afanaban demasiado por depositar la basura en condiciones. Por fin salió Lu, con su pelo naranja al viento y las bambas negras. Me sonrió y encendió uno de sus asquerosos pitillos.


-Eh. Que raro verte aquí. 

-Me vuelvo a casa. He discutido con mi compañero de piso.


No quise llamarlo amigo. Ella se dio cuenta al momento. Le conté por alto la situación. Pensé que se escandalizaría, pero no se inmutó con mis palabras. Yo mismo me di cuenta de lo tonto que sonaba. Lu acabó su cigarro y me miró con mala leche.


-Eres un idiota. Lo sabes, ¿no?


No dije nada. Saqué del bolsillo la cinta. En el lateral podía leerse "Adiós con el corazón". Me había parecido muy ingenioso cuando lo escribí. La cogió y le dio la risa.


-Te voy a echar de menos.


Y me dio un beso en ese espacio. El que hay entre los labios y el resto de la cara. No me lavé esa zona durante días. Se dio la vuelta mientras aplastaba el pitillo con el pie. Pensé, equivocadamente, que volvería a verla, como en las pelis de los sábados por la tarde o en las series de adolescentes.


Regresé a casa con el tiempo justo para preparar los exámenes. Mamá no me preguntó la causa concreta de mi enfado con Dani. Sé que habló con sus padres, pero nadie presionó para que nos volviéramos a ver. Dediqué esos diez días a estudiar con fiereza. Eran seis las asignaturas que debía aprobar, parecía una empresa de demasiada envergadura, por lo que en casa nadie me tomaba en serio. Disfruté del placer poco valorado de que dos personas hagan todo por ti. Mamá preparaba estupendas comidas y lavaba la ropa. Papá me llevaba a la biblioteca y además no me reñía por las noches cuando volvía trompa. Todo parecía estar bien.


No salía porque no me apetecía ver a nadie, no quería mentir y tenía miedo de lo que pudiera contar sobre Dani. En las recuperaciones me lo encontré en todos y cada uno de los exámenes, pero nos poníamos en los puntos más alejados del aula. Él en una esquina y yo en la otra. Del instituto a casa y vuelta a empezar. Las pruebas me iban saliendo bien. Al estar mentalizado para repetir curso, no tuve nervios en ningún momento. Ni siquiera me molesté en levantarme el día que pusieron las notas. Esa mañana dormí hasta las doce.


Cuando sonó el teléfono pensé que sería Dani deseando disculparse. Mamá chilló desde la salita, era la jefa de estudios. Había recuperado cuatro de las asignaturas y el siguiente curso podría matricularme en segundo de bachiller. Por lo visto, yo era el único examinado de septiembre que superaba las pruebas. Eso significaba que no volvería a compartir curso con mi antiguo amigo. En casa nos pusimos muy contentos. Lo celebramos los tres juntos, en la hamburguesería del centro comercial. Cuando sonó Princesas en el hilo musical me eché a llorar. Supongo que fueron muchas cosas aquel verano. Muchas vueltas alrededor de lo mismo.


Han pasado los años, y el verano del 2000 quedó muy lejos. Volví a Ribadesella algunas veces, pero ya no fue igual. No volví a la buhardilla ni a trabajar a las canoas. Sí que fui a disfrutar de la fiesta de Piragües o a darme un baño en la playa. Cuando me encontraba con una chica pelirroja, me giraba y la observaba para cerciorarme de que no era quien yo esperaba.


Dani y yo nos cruzamos por los pasillos del instituto, pero aprendimos a ignorarnos. Supongo que pensó que en algún momento yo abriría la bocaza y lo dejaría en evidencia delante de nuestros amigos. Estuve a punto de disculparme algunas veces, pero no veía la manera de hacerlo. Nuestra amistad se diluyó así, de esa manera tan abrupta.


Las radios musicales cambiaron y con ellas las canciones, o tal vez fue al revés. Dejó de sonar Princesas, de Pereza. La peña no grabó más cintas, incluso los CD pasaron de moda. Los grupos abrazaron las nuevas tecnologías y ahora estrenan sus canciones en aplicaciones que usan algoritmos que son el nuevo demonio.


Yo sigo escuchando lo mío. El hardcore melódico, el rock un poco sucio y bandas que abusan de las guitarras. Cada cierto tiempo, sin embargo, en un taxi, en algún bar de copas o en una fiesta con un Dj veterano, suenan los grandes éxitos de aquel año. Y suena esa canción que tanto odiaba. Lo que pasa es que entonces sonrío, y dejo que la música me arrastre a los momentos tan intensos que viví aquel verano del 2000, y vuelvo a sentir la emoción, la tristeza o el desamor como solo lo puede hacer alguien de diecisiete años. Y disfruto de los recuerdos que me traen esas emociones que entonces fueron amargas y ahora abrazo como lo más parecido a estar vivo que puedo sentir.

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