Carlo, de entre la muchedumbre busca los rostros más bellos mientras camina por el andén de la última estación. Ve un rostro ve otro y los admira en su fugaz pasar. Baja los escalones junto con muchos otros. Sale de la estación, sube al puente peatonal y sigue atento. Al otro extremo ve que viene una bella. Carlo lentifica el paso para que sea más tiempo el admirarla en lo que termina el trecho remanente que los acerca. Al encontrarse, Carlo la mira fijo al rostro y quisiera decirle algo sobre el reflejo del amanecer en sus ojos claros. Él sigue también su camino, contrario; con algo de repentina nostalgia de haber dejado atrás ese pequeño momento en que la tuvo cerca.
Al terminar de cruzar por el puente peatonal llega a la parada del siguiente autobús, tercer medio de transporte para llegar a su trabajo. Arriban de una ruta y de otra, a este puerto donde bajan y suben personas constantemente. Llega su autobús, hace fila, sube y paga. Al menos no va tan lleno, piensa. Se recorre hasta la parte media sosteniéndose de la barra horizontal. Y ¡oh! va una bella sentada. Viste una blusa morada sin mangas; pantalón negro; y sobre las piernas un gran bolso negro y blanco. Carlo, admira el rostro de la bonita detenidamente, observa cada detalle. Sus grandes ojos, sus gruesos labios. Se deleita con cada parpadeo. Mira después sus níveas manos que parecen muy suaves. Regresa su vista a los labios y continúa así admirándola, a la vez atento y discreto.
¡Reacciona de repente! Entonces ve por la ventanilla, trata de ubicar hacia dónde va. Le falta muy poco para llegar. Cómo quisiera Carlo que la bella bajara donde baja él. Pero ella permanece sentada. Le da Carlo una última mirada y rápido se recorre entre la gente, molesta con el roce a más de uno y apenas si alcanza a tocar el timbre a tiempo. Se baja, cruza una delgada calle y sube al puente peatonal todavía pensando el rostro de la bella. Desde arriba ve las anchas y rápidas corrientes de autos, autobuses y grandes camiones. Ve la bruma gris extendida entre las también grises industrias. A una de ellas va y mientras se dirige a paso medio, le llega ese olor industrial que tanto le desagrada.
Llega, registra la entrada mediante su huella dactilar, saluda a su jefe. Dentro las paredes tienen partes grises, puertas y ventanas grises; y lo que hará de trabajo le parece gris también. Acomodar cajas, llevarlas de un lado a otro, subirlas a camiones a veces. Contarlas, sumar, restar y hacer registro en computadora. Tiene pocos momentos para platicar con sus compañeros, de todos modos, poco platica. Sigue así el día: mover, contar, subir, registrar; cajas y más cajas; y se llega la hora de la comida. Un rato de reposo y luego seguir con lo gris. Es lo único que Carlo consiguió al terminar hace un par de años el bachillerato general. Y ya lleva tres años así, necesariamente.
Se llega la otra hora que se le hace agradable, la de la salida. Coloca de nuevo su huella y se va. Hay muchos esperando el autobús. No pasa ni uno, o si pasa, va tan lleno que no se para. Luego de una larga espera se detiene uno. Sube como puede entre los otros; paga mientras bien se sostiene porque el autobús ya avanza. Lo recorre el chofer casi gritando y la gente con pequeños empujones. Queda parado muy justo, pegada tiene una persona a cada lado y de espaldas a su espalda otra. Siente como que le roban espacio, se siente ahogar. Busca en vano el rostro de una bonita. La mayoría son hombres; de rostros cansados, enfadados; rostros signos de interrogación, serios, callados. Mejor voltea a ver por la ventanilla. ¿Pero, qué encuentra afuera? Más grises empresas, casas polvorientas, calles desordenadas, bardas rayadas de mal grafiti (sus excompañeros de prepa solían hacer mejores pintas, piensa). Sigue mirando todo lo que por la ventanilla pasa, le parece que nunca había puesto tanta atención, le parece un mundo extraño. De repente ve a tres niños de uniforme escolar y mochila que dan vuelta y siguen por donde pasa un arroyo de aguas sucias ¿Acaso por allí tienen su casa? se pregunta; es seguro que sí porque más allá alcanza a ver parte de una también gris colonia. Sigue observando lo que alcanza por la ventanilla mientras el autobús avanza, y en cada parada que hace. Y su rostro entonces se va convirtiendo también unas veces en signo de interrogación y en otras, de admiración.
Llega el autobús a la estación del ligero tren. Se baja entonces, entra, paga y sube hacia el andén. No hay muchas personas; parece que se acaba de ir un tren. Después de un rato al andén han llegado ya varias personas y entre ellas una bonita, alta, que se para junto a Carlo. El tren llega, se abren las puertas, personas bajan personas suben, sube la linda, sube Carlo, y queda sentado frente a ella, casi a propósito. La mira: su rostro, sus hombros descubiertos, sus labios rosas igual que su blusa rosa fuerte, igual que su bolso y sus zapatos. La mira un poco más fijamente a los ojos y entonces le dice:
“Lo que usted tiene de alta
lo tiene de linda
lo que el tren tiene de largo
no es suficiente espacio para su hermosura.
Hasta sale por las ventanillas su belleza
y en cada estación,
cuando las puertas se abren,
se derraman flores, vino y mariposas”
Pero lo dice sin emitir sonido alguno, sin mover los labios. En cada estación suben más personas que las que bajan, de tal forma que las que van paradas terminan por casi tapar la visión hacia la bonita. Por debajo de un maletín y un bolso que se juntaron, alcanza a ver al menos desde sus rodillas hasta sus pies. Sus pies claros sobre el rosa fuerte de los zapatos; finos y redondeados de formas suaves. Como suben más personas ya no logra verla. Está atento de todos modos por si se abre un espacio por donde pueda hacerlo. Luego de algunas estaciones se llega a una donde muchos bajan, baja también entre ellos la bonita, que sobresale como una perla fina entre las piedras. Carlo, la sigue a través de la ventanilla con la mirada hasta que se pierde entre los demás. El tren vuelve a cerrar sus puertas y avanza.
Pero como la belleza salta de aquí para allá, entre las personas que subieron han subido dos lindas que Carlo ya observa; ora a una, ora a la otra. Le parecen tan lindas ambas, sin embargo, en su pensamiento las va comparando; quiere internamente elegir la más bonita. Una de ellas es de tez morena claro, cabello lacio negro y de ojos negros negros. Lleva así una blusa roja, jeans azules, zapatos rojos como sus labios rojos y como una pulsera que lleva en la mano izquierda. Mira ella un cartel publicitario que está junto a la puerta. Carlo, observa fijo sus ojos negros y no le queda de otra más que pensar en ellos como en la noche; se introduce en ellos y siente que está en una serena noche. Noche marítima, que lo pasea en un vaivén de apacibles y templadas olas. Súbitamente reacciona, han pasado ya más de dos estaciones. Ahora voltea a ver a la otra linda, mas, ella al detenerse de nuevo el tren, baja; no alcanzó a admirarla. De todas formas, Carlo a la siguiente estación debe bajar también.
Camina por el andén de regreso como muchas personas más. Mira las espaldas de las que van delante de él, su vestir, su aparente seguir a otras que van todavía más adelante. Pero atrás de él vienen otras, y algunas seguro ven su espalda, su andar. Entonces se da cuenta que es parte de un río. ¿Qué mueve la corriente de este río? se pregunta Carlo. Caminan todos en un aparente inexorable orden, suben las escaleras, salen a la calle. Afuera se hacen grupos, se separa el río de gente en arroyos. Unos hacia un lado, otros hacia otro y otros hacia otro... A Carlo le toca con los que cruzan la ancha calle, para luego tomar un último autobús del día que lo lleve a casa.
Sube, algunas bonitas van sentadas. Se para cerca de una para estar agradablemente. Ve cómo la bonita acaricia su pelo castaño lacio brillante, cómo observa atenta las puntas de su cabello como buscando el mínimo desperfecto. Deja de verlo, lo juega entre sus dedos, se lo acomoda. Un instante la bonita voltea a ver a Carlo, y éste entonces observa sus pupilas, del mismo color que su pelo y sus labios. Y observa el blanco de su piel y el contraste le parece perfecto. Ella mira por la ventana de nuevo y él sigue mirando su cabello, su silueta fina, sus colores. Después voltea también hacia la ventana y se da cuenta de que ya no falta mucho para que quizá la bonita baje pues, se acercan al campus de la universidad. Lugar que le parece a Carlo un surtidor de belleza, de donde salen y entran bonitas, muchas y de distinta gracia y composición. Mientras se detiene allí el urbano autobús, mira a una, mira a otra. Se pregunta qué nombres tendrán, de algunas se imagina cuál y las bautiza de inmediato; Paloma, Penélope, Brenda, Jaquelinne, Dalia, Azucena, Magnolia, Elena, Beatriz, Margarita, Estrella, Aurora...
El autobús continúa, pronto llega a donde Carlo baja. Hileras de departamentos, unos junto a otros, unos sobre otros, como las cajas que en el gris trabajo acomoda; en uno de esos, en un cuarto rentado del cuarto piso, él habita. Antes de subir pasa a la tienda y compra algo para cenar. En su cuarto, aunque es pequeño se siente a gusto. No tiene televisor, tiene una radio.
Poco más tarde se acuesta. Piensa y piensa; duerme, duerme y sueña y duerme. De repente despierta, en la todavía obscuridad le viene el recuerdo del reciente sueño: una mujer desconocida, de pantorrillas blancas sonrosadas, faldas cortas obscuras y zapatos negros abiertos, subía unas escaleras y él iba atrás subiendo también. Las escaleras daban vueltas hacia la derecha en curva y estaba todo muy iluminado. Él veía el perfecto talle y cómo los pies claros subían y subían los escalones y la admiraba en cada paso mientras subían. Eso nada más soñó o eso nada más recuerda del sueño. Ya que falta aún para la hora de levantarse, da vuelta a su almohada y vuelve a dormir. Como si fue un parpadeo, abre los ojos a causa del radio despertador, ¡qué corto! Qué cansado se siente. Siente que se sienta a la orilla de la cama, que se levanta él, pero su cuerpo se resiste y se queda en la cama y luego, cuando ya él va andando, a su cuerpo es como si lo jalara o llevara arrastrando hacia el autobús, hacia el trabajo. Ya en el autobús se siente algo más despierto y completo. Suben varias bonitas, unas van a la universidad, otras al bachillerato y otras más seguirán quizá hasta la estación del ligero tren. ¡Ah que agradable! Le parece a Carlo verlas tan temprano, frescas, con un aroma tan especial, como recién creadas. Va sentado junto a una de esas bellas; de reojo la mira. De rostro suave y armónico, de cabello ondulado, de nívea piel, jeans y bolso en las piernas. La mira un poco más, busca sus ojos, sus labios, pero la bonita ve a otro lado. Mira entonces su cuello blanco, sus hombros desnudos, su brazo. ¡Qué cerca la tiene!
Ella se mueve para acomodar algo dentro de su bolso y al hacerlo alcanza a pegar con su brazo blanquísimo y suave el brazo de Carlo. Cierra él entonces los ojos y siente la piel de la linda y se concentra en su suave brazo, en el punto de unión con el suyo. Qué inexplicable agradable sensación le recorre el ser. La bonita de pronto intenta pararse, Carlo reacciona al sentir el movimiento y se levanta para que pase. Ya es el bachillerato, ella se baja. La sigue con la mirada hacia las puertas mientras el autobús avanza. Qué linda le parece. Él continúa hasta la estación del ligero tren donde baja, y al entrar, pasa su mirada de una bonita a otra de las que van y de las que vienen. Pasa el torniquete entre los demás y va pensando cuál será el vagón al que subirán más bonitas; el primero, segundo, tercero o cuarto. Decide en el tercero, porque en el andén cerca donde se abrirán las puertas de ese vagón le parece hay más. Llega el tren, personas bajan, personas suben, sube Carlo. Se sienta, una linda le queda a un lado, otra sentada enfrente y más allá, en el corto pasillo una bonita más. Se cierran las puertas, avanza el tren. Carlo se siente a gusto, ora ve a la bonita que tiene a un lado, ora a la de enfrente, ora a la que va parada. Mas en la estación siguiente suben varias personas de tal forma que le tapan la visión hacia la de enfrente y la que iba parada se ha bajado. Queda la de un lado y la mira y la admira. Ella saca de su bolso un espejo y maquillaje y comienza a frotarse en las mejillas. Carlo cree que no es necesario eso para su hermoso rostro. Saca un cepillito con que se peina y engrosa las pestañas, después un labial rojo que hace que sus gruesos labios se vean aún más carnosos. Carlo observa que todo lo hace con suma precisión y cuidado. Y observa cómo en momentos la bonita, al estar arreglándose y mirándose en el pequeño espejo, hace sutiles movimientos de su rostro; cierra un ojo, lo vuelve abrir, cierra el otro, se mira de lado, levanta los labios, ¡qué linda se ve haciendo todo eso! Cuando termina guarda sus cosas, a Carlo le sigue pareciendo no era necesario, sin embargo, cuán bella se ve. No lo necesita, pero qué bien resaltan sus grandes ojos, qué hermoso rostro. La admira un momento más, hasta que ella baja. Intenta seguirla con la mirada a través de la ventanilla. Se pierde entre los demás.
Suben más personas, mira Carlo para un lado a lo largo del vagón, luego para el otro. Ni una bonita. Cierra entonces los ojos. Al avanzar el tren, de vez en cuando los abre, por si ha subido una linda. Llega así hasta la estación que baja. Mientras va por el andén, en el flujo que viene contrario a su sentido busca los rostros más bellos. Y a los que encuentra, los admira lo que permite el pasar; continúa así cuando baja las escaleras; al cruzar la calle; y al atravesar por el largo puente peatonal. A cada bonita que se encuentra rápido la admira y le dice algo sin decir, un ingenioso y cariñoso cumplido a cada una, sin mover los labios siquiera. E imaginariamente, también les da un beso, ora en la mejilla, ora en los labios, ora en el cuello, ora en su mirada, ora en las pantorrillas, ora cree abrazarlas al pasar.
Termina su tránsito por el puente, llega a la parada y, entre los esperantes, ve una morenita, pero llega pronto un autobús al que ella se sube, Carlo mira la ruta y, aunque no es la que suele tomar, también pasa por su trabajo y sube. La bonita se para cerca de la puerta delantera, él enseguida muy cerca de ella. Cuán bellos rojos labios gruesos y qué rostro tan bonito, piensa Carlo y de repente le dice:
“Cómo quisiera que juntaras
tus labios a mis labios
al menos durante el momento
que dura en llegar el autobús
de esta parada a la siguiente”
Lo dice como otras veces sin soltar la palabra. Sigue observándola, ella parece que mira el paso de las casas, de los edificios, de los automotores y de otras personas. Carlo recorre sutilmente la mirada por el contorno de su rostro, trata de verla luego completa. Mira de nuevo su rostro, pero se detiene más en sus labios. Cuánto le agradan, cuánto quisiera rozarlos al menos con las yemas de sus dedos lentamente. El autobús avanza. La bonita baja, Carlo la sigue con la mirada en lo que avanza y la deja atrás. Avanza un tanto más el autobús y baja Carlo, cruza la calle, sube al peatonal puente, y entonces comienza lo gris. Llega a su lugar de trabajo, gris industria, a hacer algo que le parece gris de un tiempo hacia esta parte. Así se pasa la gris jornada. Sale y toma su primer autobús para el regreso.
Hay una bonita, pero va muy atrás en el autobús y hay tanta gente que le es imposible recorrerse y, además, no le agrada ir chocando con las personas. Aunque no puede verla bien, en ocasiones voltea a hacerlo. Pero la mayor parte del tiempo va mirando por la ventana, también el paso de las cosas, automotores y de otras personas. De repente recuerda a la bonita de la mañana y trata de ver dentro del autobús para un lado y otro a ver si entre los pasajeros está de casualidad ella. Pero no es así, y caen en la cuenta que no es la misma ruta. Y piensa que quizá mañana la vea en la parada. Así se la pasa, mirando y divagando y así se llega a donde baja. Entra en la estación, sube las escaleras entre otros varios. Busca los rostros más bellos, no ve ni uno. Espera en el andén junto a los demás la llegada del ligero tren. Van llegando más peatones pasajeros, ahora sí entre ellos alguna que otra bonita. Llega el tren, suben. Carlo toma asiento aparentemente al azar, pues entre los tantos que bajan y tantos que suben y el pronto cerrarse de las puertas, no hay mucho tiempo para elegir. Sin embargo, van dos lindas que le parecen agradables. Y de momento en momento voltea y las admira. Y con ellas siente a gusto el transcurrir en el tren, el transportarse.
Personas bajan, personas suben en cada estación. Las dos bonitas ya han bajado. Pero han subido otras que él observa complacido. Se llega la estación donde baja, y así lo hace, pero esta vez no irá a tomar de inmediato el último autobús para llegar a su cuarto, sino que decide pasear por la avenida J; céntrica, concurrida pero amplia; con bancas y de edificios antiguos de arquitectura agradable. Al andar se va encontrando una que otra bella, y su mirada se posa en una y en otra conforme se las va encontrando, ya sea en la ancha banqueta o sentadas por allí o paradas platicando por allá, o a veces, van delante de él y va admirando su talle, su andar, pero luego se detienen en alguna tienda o dan vuelta en alguna esquina. Van y vienen, están y luego no. Y en los intervalos vacíos de bonitas, admira los edificios, las fuentes, observa los escaparates. Y así ocurre que, en una vitrina de librería, le llama de pronto la atención la portada de un libro, se detiene, a través del cristal lo observa con gran atención. Qué hermosa, piensa. Es una mujer de piel blanca sonrosada, sale de la esquina superior derecha hacia el centro de la portada, sentada perfil tres cuartos en una silla. No se ve su rostro. Las piernas casi juntas, semi desnudas; cada uno de sus brazos descansando sobre la correspondiente pierna; sus manos, una sobre la otra, se cruzan suspendidas frente a sus rodillas. Lleva zapatos rojos, elegantes, de mediano tacón y abiertos, que permiten ver sus estilizados claros pies. Carlo, la observa toda completa, y luego, lentamente la recorre con las yemas de su mirada. Qué suave se le hace esa piel, qué color tan hermoso. Recorre sus brazos, sus piernas, sus manos, sus rodillas, sus pantorrillas, sus redondeados pies. Así se está un momento admirándola. Luego continúa su paseo, mirando aquí y allá y posándose, por así decirlo, en cada bella que se encuentra.
Toma después su autobús para regresar al cuarto y, mientras va mirando por la ventanilla, piensa en la bella de la portada, en lo blanca sonrosada que era y en el contraste de esa tez con sus zapatos rojos y con todo lo que rodea la portada, es decir el mundo por él conocido. Arriba el urbano autobús a las puertas de la universidad y Carlo, como otras veces, mira a las bonitas que salen, a las que esperan en la banqueta, a las que platican. En fin, a las que suben al autobús y un trecho le acompañan. Llega donde vive, baja del autobús y sube a su cuarto del apartamento. Escucha un tiempo la radio, luego se duerme. Y sueña lugares y personas que no conoce. Y al despertar, cuando lo recuerda, casi se le hace extraño, pero como otras veces ya había soñado con personas desconocidas, lugares desconocidos y muchachas desconocidas, no se le hace tanto.
Se levanta y va a esperar el primer diario autobús. Sube y se sienta, como siempre a la expectativa de que una o más bellas, de las que van a la universidad o al trabajo, suban también. Y así es, suben tres y una especialmente le jala la mirada, una que se sienta en un lugar delante del suyo, de tal forma que no puede ver ya su rostro. Quisiera pararse junto a ella para ir observándola de frente. No se decide y se conforma con ir viendo detenidamente su cabello. Carlo, pone su mano en el respaldo del asiento y el cabello de ella, con los movimientos del autobús, llega a rozar sus dedos. Y le agrada tanto, quisiera poder meter sus dedos entre ese cabello ondulado. No sus dedos, sin embargo, mete su mirada sus ojos entre el cabello, observa las ondulaciones y cómo desde la altura de la nuca pasa hacia el lado derecho, encima de su hombro y seguro cae hasta su pecho, blanco, como el color de su hombro izquierdo, que es el que tiene descubierto. Qué suave piel. Tan sólo es de levantar y acercar un poco más la mano, para acariciarle el pelo; inclinarse un poco para besarle el suave hombro ¡Qué cerca y qué lejos!
Llega el autobús a la universidad, la bonita se para. Carlo la mira en su completa figura mientras camina por el pasillo del autobús y luego por la banqueta hacia las puertas de la escuela. Mira alguna que otra bonita, rápido, el instante que permite el autobús mientras espera y mientras comienza a avanzar. En poco tiempo está el autobús en la estación del ligero tren, que es donde él baja. Escoge uno de los vagones, sube y se sienta, mira casi a cada una de las personas que van subiendo y tomando lugar, y ni una es una bella que le agrade tanto. Sin embargo, en las bonitas que subieron, salta de una a otra por momentos su mirada.
Avanza el tren y avanza. Personas bajan, personas suben. En cierta estación bajó la última bonita y el tren va más vacío. Entonces Carlo va viendo lo que pasa por la ventana de enfrente, luego cierra los ojos al reflejo del sol y mira detrás de sus párpados diversas figuras iluminadas, de color naranja, diversas y cambiantes, y escucha el roce de las ruedas en las vías, el roce del tren con el viento, el sonido de abrir y cerrar las puertas, el ruido del aire acondicionado y el murmurar de las gentes, y siente un bienestar. De repente cuando el tren se detiene en alguna estación de manera brusca, abre los ojos, y los vuelve a cerrar, en un agradable descanso y así sigue.
Abre los ojos en una subterránea estación y ve que en las bancas de espera está ¡Oh, una bella!, de piel blanca sonrosada. Mira su rostro, sus brazos y pantorrillas; sí, es de un blanco sonrosado como el de la bonita de la portada del libro, y como el de la que soñó hace poco, qué bella en su rostro y qué hermosa piel. Piensa en pronto bajarse, pero el tren cierra las puertas y comienza ya avanzar. Carlo se para, se acerca a las transparentes puertas para verla, ella sigue sentada, el tren avanza, la pierde de vista dejándola atrás y entrando a un túnel. Entonces Carlo determina bajar en la siguiente estación, cruzar al otro lado y regresar en el contrario tren, a ver si la alcanza. Y lo hace, se baja, camina rápido por el andén, pasa el torniquete para salir, sube unas escaleras y, corriendo ya por el pasillo, llega al otro lado, paga y entra. Justo viene el tren que quizá tome ella. Sube y se queda parado junto a las transparentes puertas, en espera a llegar a la anterior estación. Llega y la ve allí sentada, duda si bajarse o no, pues no sabe si ella subirá. De pronto ella se levanta y se sube un vagón más atrás. Se cierran las puertas. Carlo camina hacia atrás hasta donde está una ventana que permite ver dentro del otro vagón, aunque hay un espacio que los separa. Ve que ella no se sienta, sino que permanece parada junto a la puerta, recargada sobre una de las barras horizontales que delimita los asientos. Qué hermosa figura, que bien va vestida y qué color de piel tan grato, tan bello, piensa Carlo.
Justo una estación pasó y baja ella, Carlo al darse cuenta baja también. Ella va hacia los torniquetes de salida, Carlo va tras ella. Ella camina un espacio y luego comienza a subir las escaleras, Carlo atrás, cruza el torniquete. Ella termina casi de subir, Carlo apenas comienza, pero alcanza a ver como sus hermosas suaves torneadas pantorrillas suben los últimos escalones. Cuando Carlo sale, ella ya ha caminado un trecho, pero no tan largo como para perderla. Carlo camina en momentos un poco más rápido como para alcanzarla, pero luego lentifica el paso de tal forma que deja un espacio suficiente como para admirarla, y admira su cadencioso andar. La bonita de pronto gira y se dirige hacia un alto edificio, sube tres escalones hasta una gran puerta transparente que está custodiada por dos altos y fuertes guardias de seguridad privada, que saludan atentos a la bonita mientras abren la puerta. Entra ella. Carlo sube los escalones, se acerca hasta la puerta, pero los guardias, como coordinados, hacen el mismo gesto amenazante mientras clavan las dagas de sus ojos en los de Carlo. De tal forma que éste se detiene y se conforma con ver a través del cristal, cómo la bonita camina y entra a un elevador. Un gran reloj digital hay sobre la puerta del elevador. Carlo lo mira y entonces de pronto recuerda el trabajo. Da la vuelta, baja los escalones y aprisa se dirige a la estación del ligero tren. Luego de un momento, llega uno y sube. Una que otra bonita sube también y la mirada de Carlo de una a otra salta, sin embargo, recuerda a la bella blanca sonrosada, y ya no le llaman tanto la atención. Baja del tren y mientras recorre el andén busca los rostros bellos de entre la corriente de personas que vienen. Sale, pasa el puente peatonal. Toma su autobús y va allí una de rostro bonito y pelo café lacio lacio. Durante el trayecto la mira y en momentos mira por la ventana. Llega a donde baja y camina pronto el puente peatonal, y luego la banqueta hasta su trabajo. Al entrar: es tarde, le dicen. Está despedido. Perplejo y triste queda un momento. Regresa entonces y anda ya sin prisa. Va en el autobús pensativo, sobre el trabajo y sobre la bella de tez blanca sonrosada. Se pregunta a qué hora saldrá del edificio. Si saldrá a comer o hasta el final de la jornada. Toma el tren y se dirige hacia su casa. Mas, cuando llega el tren a la estación donde antes bajó la bella, de pronto se baja, sale de la estación y se dirige hacia el alto edificio. Se para enfrente, pero algo retirado. Afuera de las puertas siguen los guardias, custodiando, terribles. Se sienta entonces a la orilla de un prado del jardín que adorna el edificio. Mira atento hacia la puerta, así se está largo rato, pero nadie sale ni entra. Piensa que quizá será mejor volver más tarde. No teniendo ya otra qué hacer, regresa al ligero tren, pasa unas cuantas estaciones y baja en el centro de la ciudad. Se pone a caminar por las calles que le gustan. Llega a un parque, se sienta en la banca cerca de una fuente. Cerca también le queda una ancha banqueta donde ve ir y venir a las personas. Busca los rostros de las bonitas. Y las admira el instante que lo permite el paso. Qué hermosa. Qué bella. Qué andar. Cuán linda. Qué cabello. Qué color de piel. Qué suave piel. Qué hermosos rostros pasan. Pero, ninguna es como aquella. Después de un rato, anda de nuevo por allí, por allá, pasa por la vitrina donde otro día vio el libro con la portada de una bella. Ya no está. Sigue andando, hasta por callecitas que antes no había pasado. De tal forma que se acerca la tarde y no ha comido. Entra entonces a una fonda, come algo, hace un poco de tiempo allí y luego decide de una vez ir hacia donde la bella. Para hacer aún más tiempo, y que se acerque la quizá hora de salida del trabajo de ella, se va caminando en lugar de irse en el tren.
Luego de andar varias cuadras llega frente al edificio. Los guardias permanecen firmes en la entrada. Parado algo retirado, espera, y espera. Sale de vez en cuando una persona, pero no la bella. Se sienta y se recarga en una baja tapia que en segmentos rodea el jardín, sin despegar casi la mirada de la transparente puerta. Espera, y espera. De súbito sale la bella del elevador acompañada por otra linda. Carlo entonces se para. La bella se despide de la otra y sale del edificio. Qué alegría le da a Carlo, qué agradable de nuevo poder verla. Mira cómo baja los escalones, cómo anda y pasa cadenciosa junto a él, y Carlo ahora ni siquiera pensó una palabra, quedó como mudo hasta del pensamiento. La sigue con la vista mientras se aleja, luego comienza a caminar detrás de ella.
Ella se dirige hasta la estación del ligero tren, entra y cruza por el pasillo hacia el otro lado, contrario al que de regreso suele ir Carlo, y no sabe si seguirla. No la sigue, otro día tal vez, piensa, y entra al andén de espera de su lado; ella en el de enfrente se ha sentado a esperar el tren, él se ha sentado a admirarla. Ve sus claros ojos, sus rojos labios, su pelo claro castaño, sus piernas blancas sonrosadas, contrastantes con su elegante falda, y sus pies, con sus abiertos zapatos rojos. El escote que lleva le permite también ver algo de suaves sonrosados senos. Qué bella es. Van arribando poco a poco más personas y luego llega el tren de enfrente, que le obstruye la visión a Carlo, en el cual creé que subirá la bella. Se va el tren, pero la bella sigue allí sentada. Quizá espera a alguien. ¡Qué bien! piensa al verla todavía allí. Llega entonces el tren del lado de Carlo. Tampoco él sube. Sigue observando a la bella. De pronto decide cruzar al otro lado. Lo hace a paso rápido por el pasillo; una vez en el andén, se para ni muy cerca ni muy lejos, de la bella. La admira allí sentada, tan elegante. Es el rostro más hermoso que haya visto en todo su andar. La bella se para, da unos pasos hacia adelante, como alistándose a subir al tren. Carlo la mira y comienza a caminar hacia ella, entre tanto, una cámara de vigilancia de la estación ya le apunta. Sigue caminando y, sin darse cuenta, pisa el área pintada de rosa, se acerca a la bonita para decirle algo recién pensado, pero, de pronto una voz en grito de un guardia del tren se escucha:
¡Un acosador! ¡Un acosador!
Carlo voltea y lo ve, y corre, salta los torniquetes como puede, sube muy rápido las escaleras y sale de la estación. Huye.
Arman Tleyotl
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