Por María Antonelli
He pasado días y noches, sombras de mi hueso poroso, roto, enjambre de horas eternas en donde la sombra de tu ausencia marino, duele y se pliega en el envés de mi mano amorfa; brisa de humo que los ausentes en mi curva luna se engancha como pez líquido, el brebaje onírico, la ausencia, los ausentes deambulan en silencio con vestidos en su jaula crepé.
Marioneta sin hilos, sin cuerdas fucsia, sin el reflejo del pozo que murmulla en la penumbra; luciérnaga, luciferina, Artaud y la luna, vereda y Deimos, ausente, ausencia, ciclorama de caballos fúnebres galopando fiebre.
En los meses veintiocho carmesí, lagunas rojas dicen no a la vida ruido blanco en el silencio, Heráclito y su río bañado en piedras de acuarela ámbar.
Los ausentes, ellos, diáfanos en las vías del reducto, veta de humo exhalando de tu boca en trance capullos.
El vaho fúnebre que expiro en el cristal de niebla, elipsis o sur, surcando con las uñas siempre al lado opuesto, el ausente se dilata entre la hojarasca invernal, mis piernas se tensan de frío y enmudecen; observo los muros descarapelados sepia, el incubo noctámbulo que me acecha puntual con un nido de aves inquietas en mi boca respirando pausadamente. Me incorporo, toco tu frente, el campanario de las seis de la mañana, es un sueño tibio, en tu rostro dormido y sereno, contemplo la esperanza azul, como tus ojos del tiempo, la cadena que me sostiene cuando floto antes de caer.
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