Por María Antonelli
Desde mi balcón hacia el tuyo
hay una distancia de mil años,
un puente encorvado;
una embarcación traslúcida
un paraje acorazado.
Las ventanas abiertas de tu corazón, como mariposas estelares, bailan junto al precipicio esmeralda que sostiene la inobjetable belleza de la piel tersa de tu único siglo.
Das la bienvenida lo mismo al invierno yermo que al verano fecundo que arde, y tú, tan fresca, tan heroica, tan erguida entre la soledad de la plaza sin niños, sin palomas, sin agua en la fuente, sin el padre de tus hijos, sin tus hermanos.
Nunca te lamentas, nunca estás triste ni enojada
tu cabeza de heliotropos blancos como un espejo
rebota en mis ojos empañados observándote con asombro.
Nunca vi ojos tan lúcidos y tiernos,
salvo los de mi madre y los de mi padre, y, en esos, tus cuencos, los veo acurrucados.
En una que otra nube, quizá, tu cabello despeinado como cirrus moteados, se condensan pensamientos y décadas
tus hijos, y los hijos de tus hijos, tu esposo enterrado, tu viudez solar, tu sillón resignado y el ruido blanco de tu antiguo televisor, tu armadura y yo, en medio de todo, sujetando tu brazo delicado.
Todo eso, nonnina, y el perfume melifluo de tus diálogos, la sutileza de tus milagrosas manos cuando se juntan como si estuvieras orando; en la historia de tus palmas se concentra todo el perfume del Atlántico, los -te extraño, los adioses, las estaciones agridulces, el silencio, la geografía en las heridas de tus partos-.
Aquí, entonces, desde el horizonte de mi balcón, te busco melancólica como si un día tú o yo, llorosas, nos diremos adiós en cada campanada lenta y fúnebre que anuncia despiadadamente nuestro viaje.
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