Narciso
Andrés Xicoténcatl
Ton sort est bien digne d’envie,
Jeune Garçon qui par tes pleurs,
Abrégeant le cours de ta vie,
Augmentas le nombre des fleurs.
Tristan L’Hermite
He intentado remover, con mis magras fuerzas, la fulgurante agua. He querido opacarla primero con razones dulces, después con palabras emponzoñadas con mil venenos. Aún así, no te has ido. Después de tanto tiempo parece inútil intentar alejarte, pues siempre estás aquí mirándome, recostado, reflectante, terrible. Sólo a veces me distraigo un poco de ti, cuando en los contornos de tu imagen veo la luminosa reflexión de nubes y briznas de hierba, pero después me vuelvo a embeber donde está la belleza de tu obscuro rostro. Entonces siento el punzante dolor que me produces, un dolor estupefacto, llagado y vivo, un dolor que me troza y me da la dimensión de mi condena: no poder tocarte, no poder besarte, no poder desgarrarte.
Es verdad que te has acercado un poco, pues hinchada con la salobre cantidad de lágrimas que de mí han escurrido, ha subido el nivel del agua. ¡Para qué sentí este arrebato hacia tu carne! ¡Maldición, pues toda felicidad imaginada acaba por pudrirse, degenera, se vuelve circundante y laberíntica! Hasta el cruel Tántalo me parece afortunado: él desea rabiosamente comida y agua; yo, para mi maldición, te deseo a ti.
Pero, ¿por qué te elegí? Será que siempre he sido un estanque reseco, un ánfora que ningún vino puede satisfacer a plenitud; será que tal vez, en realidad, soy incapaz de amor, abomino la carne y prefiero sufrirlo, padecerlo, pero no sentirlo. O tal vez, simple y llanamente, estoy buscando una razón para asfixiarme de pena. Quizás por eso te elegí: para flagelarme, para compadecerme, para marchitarme.
Pero aún así, ¡qué deslumbramiento cuando te encontré! ¡Qué maravilla de lo igual, de lo paralelo, de lo simultáneo! En tus manos, las mías, en tu obscura piel, la mía, en tu bello sexo erguido, el mío. Tu cuerpo fue una revelación de mí mismo y aún ahora que te veo lastrado y ajado, sé que dentro de tus pliegues cargas el mundo que fue mío. Es verdad que otros vinieron - hubo quien me recitó melifluos poemas y quiso perderse en mí - pero en ninguno las medidas de dolor y alegría estaban tan perfectamente colmadas como en ti. Tú – y por eso lloro – rescataste de mí, un ser pueril y vano, una agitación desconocida y profunda. Por eso me embebí en tí, por eso ahora me devora un ardor inmenso que no se agota ni con todos los cálices de las flores, ni ninguna ninfa ni ningún fauno es capaz de asfixiar.
A veces he tenido la malvada intuición de que no existes y realmente estás armado de los retazos de todo lo que pude haber amado si no te hubiera descubierto. Por eso no te nombro frío, cruel o traidor pues sé bien que no me prometiste amor y no me lo diste. Ahora, empero, estoy cansado. Un nubarrón me cubre el ánima. Ya sólo quiero enterrarme en las obscuras aguas donde apareces y que en un sueño final flote, eternamente, con la cabeza gacha, hacia ti. Sé que ahogado donde apareces tampoco te encontraré pero será en ese disolverme en la negrura sin lindes que quedaré liberado. Amado: sólo si te destruyo podrá seguir el mundo, aunque no sea el mío. Y es por que te amo - ¡cuánto y cuánto! - que ahora invoco sobre de ti la destrucción, invoco sobre ti todas las saetas, invoco sobre ti todas las tempestades y todas las tormentas. Amado, te conjuro: desaparece, vete, que con mi extinción me vacíe de ti. ¡Que te olvide y que nunca llegues! ¡Que dentro de ti fluyan corrientes gélidas de profundidad abisal, que el rumor del lejanísimo océano te llame, que te arrastre de la punta de las telas del alma con sus manos y te aleje de mí! ¡Que aquellas otras aguas, la más salobres, la más odiosas, te quiten de mí!
Dioses, una caridad les pido antes de arrojarme: que mi inútil ahogo al menos pague el precio para que otros dos – a quienes desconozco pero ya amo – puedan encontrarse dentro de la tiniebla del azar. ¡Que ellos puedan tocarse hasta el desvarío, puedan adorarse hasta desgarrarse, puedan deshacer con su arrojo los hados! Yo no supe hacer las plegarias por mí, ¡pero aquí las hago yo por ellos!
Ojalá que las aguas sean generosas. Ojalá que no sienta demasiado frío cuando asome al Hades. Quizás – sólo un dios lo sabe – aquí mismo, a la orilla de estas aguas, persista un retazo de mi alma, límpida de recuerdos, purgada de penas, vacía, dichosamente vacía.
Vacía, por fin.
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