1.
G murió a los cuarenta y ocho años, han pasado unos 30 o 34 años desde ese día, mi memoria ya es falible, tanto como mi cuerpo me atrevería a decir, sin embargo aún me aferro a las pocas memorias dulces de una vida gris. Lo conocí cuando ambos éramos jóvenes, esa noche el profeta como algunos le llamaban, se movía por el salón con la elegancia de un gato y era imposible no prestarle atención, todos los ahí presentes hablaban de sus poemas, sus pinturas y de ensayos. Para nosotros verlo era apreciar cómo todas las artes encontraban espacio en una sola persona, el propio G era arte.
Ninguno de los asistentes a esa fiesta hablaban la lengua materna de G excepto yo, por supuesto no lo comenté con nadie porque me aterraba la idea de que alguien me hiciera hablar con él y yo no pudiera articular ni una sola frase, ya sea por nervios o por haber sido mala estudiante. Me conformaba con observar sus pasos a la distancia y me divertía al escucharlo lanzar comentarios en árabe de vez en cuando, todos asumían que decía las verdades que al mundo le hacían falta, pero sólo repetía que era el loco que había nacido en todas las tierras y el loco al que todos amaban tanto como él a ellos, o algo así. En ese momento descubrí que no había prestado la debida atención a mis lecciones.
En el salón el calor era insoportable, tuve que salir al balcón para aguantar el peso de mis ropas y la noche, salí murmurando maldiciones por el clima hasta que alguien me interrumpió diciendo: lo único que hace falta es pensar en la arena y la espuma ¡Era él! no supe qué decir, afortunadamente siguió hablando, me contó cómo habló con Dios, cómo fue que se volvió loco, cómo presenció lecciones de vida por parte de un perro, no paró de hablar. Yo le creí todo. Alguien cortó su discurso para avisar que ya había más vino y pasteles de cereza, me agradeció haberlo escuchado y volvió a la reunión. Le dije que lo amaba, aunque G no lo escuchó para mí fue más que suficiente.
Con lo ocurrido esa noche pude dar sentido a muchos de mis días, sus palabras me convencieron de que existir era algo más que estar en lo mecánico del paso de los días. Cuando supe de su muerte sentí que moría una parte de mí, me llenaba de angustia no saber qué fue lo último que cruzó por su mente. ¿Recordó sus años en el Líbano? ¿Habrá pensado en los juegos de la infancia? ¿Se habrá reído de quienes le llamaban “profeta”? ¿Me habrá recordado? ¡Qué vacío había quedado el mundo sin G!
Pasados los meses comencé a conversar con él, sí ya sé que dije que G había muerto, pero eso no fue impedimento, un alma como la suya no tendría problemas con las limitaciones terrenales. Mi familia no comprendió nuestra conexión, no creían en ella y odiaban que lo comentara con alguien más, las personas en Nueva York no suelen ser discretas cuando de amistades prohibidas se trata. Mi padre resolvió llevarme a lo que llamaremos por cortesía una casa de retiro, a quienes preguntaban por mí él solía decirles que me encontraba en Europa haciendo cosas sorprendentes relacionadas al arte. De cualquier manera eso no me preocupaba, por fin me habían dejado en paz con mi G, hablábamos día y noche sin aburrirnos. Por supuesto que evitaba contarles a los encargados del lugar sobre nuestras reuniones, sin embargo, para mi mala fortuna se enteraron de cada una de ellas luego de que en una de las inspecciones sorpresa lograran encontrar mis diarios. Desde ese momento no me permitieron salir de este lugar.
Durante todos estos años mi refugio han sido los encuentros con G. Hoy que estoy exprimiendo los últimos suspiros de mi vida entre gente que no reconozco quisiera contarle que mi pensamiento final es él y posiblemente lo haré, pero primero tengo que abandonar este inservible cuerpo. G me espera.
2.
Mis audífonos ya comenzaban a fallar, la música se escuchaba únicamente de lado derecho, pero todavía podía distinguir las notas de The Width Of a Circle, las botas que tenía eran incómodas no podía correr con ellas, debí usar tenis, además no había dejado de llover. ¿Por qué me había puesto la sudadera nueva? Era un mal día para un robo y se los dije, pero no me escucharon, nunca me escuchan. Era la segunda vez que hacía algo así y según comentaban mis compañeros ese robo era uno de los grandes, estaba algo asustada y no dejaba de mirar mi reloj, Rodrigo lo notó, tomó fuerte mi mano y sonrió, de nuevo me controlé. Repasé mentalmente el plan y medí tiempos, no había espacio para un error.
-¡No se queden atrás! gritó Fausto con tono de papá enojado, supongo que se creía el líder. Junto a Rodrigo había localizado el objeto por el que íbamos y que por cierto me parecía una cosa sin valor real.
-Ahí está la casa- dije con la voz entrecortada. Los tres quedamos en silencio tratando de ocultar nuestro nerviosismo, seguimos caminando con pasos firmes como los de un soldado, teníamos claro que este robo era un caso especial. No tomaríamos nada más que una máscara, pero no cualquier máscara, sino una mortuoria, las peticiones de los millonarios para mí nunca han tenido sentido.
Rodrigo entró primero, era el más hábil para escalar muros, extendió los brazos y Fausto me sirvió de apoyo para poder subir. El jardín estaba tal y como lo describió Fausto, aunque tardamos más de lo calculado tapando las cámaras era mejor no dejar huellas, con menos tiempo del contemplado tuve que abrir tan rápido como pude la puerta principal, para nuestra sorpresa no se escuchó ninguna alarma. Al parecer los ricos se sienten intocables.
Me sentí aliviada al ver la casa completamente vacía, Fausto me dijo que las encargadas de la casa sólo estaban ahí de lunes a viernes y que los fines de semana los señores iban a su casa en Valle, de modo que teníamos el terreno seguro. Una vez adentro Rodrigo me pidió que buscara la máscara en las habitaciones de la planta baja y él buscaría arriba mientras Fausto se quedaba vigilando, nadie se opuso, cada uno tomó una caja y se dirigió a lo suyo. Todos los cuartos estaban llenos de cosas de valor real y sin embargo estábamos ahí buscando la máscara de un muerto, era como un mal chiste. Cuando encontré la cocina me relajé un poco y tomé algo de pan que tenían en un recipiente de plata, fue en el reflejo de ese traste que pude ver una puerta de color negro, eso era extraño porque todas las puertas de ese lugar eran blancas. Me acerqué a ella, el seguro no fue gran cosa para mí, al entrar automáticamente una tenue luz que apenas si me permitía distinguir mis manos se encendió en el centro de la habitación ¡Ahí estaba! la máscara mortuoria de un señor con bigote prominente, era totalmente blanca, contrastaba perfectamente con lo oscuro del lugar. Lo primero que pasó por mi cabeza fue incredulidad, esa cosa no medía más de treinta centímetros y parecía frágil; no tenía idea de quién era el tipo en cuestión. En la vitrina sólo había una placa de metal con las letras G. K. G. fue muy fácil tomarla, pero antes de meterla a la caja la máscara me habló, aunque quise gritar y salir corriendo no la solté. Soy una mujer valiente y siempre termino lo que comienzo.
Quise rezar un Ave María pero la máscara me detuvo -mire señorita lo que está pasando aquí nada tiene que ver con lo que piensa, ahora que me tiene en sus manos puede escuchar las mejores historias jamás contadas, los poemas más hermosos nunca antes recitados, los secretos de Dios- yo seguía sin poder entender cómo una máscara podía emitir sonidos aunque al mismo tiempo deseaba seguir escuchando. No me lo preguntó, pero le conté lo que estaba pasando, respondió que no le importaba porque ni siquiera era de este mundo y el de este plano no era su idioma. Nunca había escuchado algo similar y no quería que parara de hablar, seguramente se dio cuenta de lo impresionada que estaba, sé que supo que me tenía enganchada al tono de su voz.
Rodrigo rompió el ambiente cuando abrió la puerta, se veía contento de haberme encontrado con la máscara ¡La tenemos, vámonos de aquí! me levantó del suelo y me jaló hacía la puerta principal. No puedo, ahora es mía, le dije mientras tomaba una bola de metal que estaba en la sala, no supe por qué, solamente le lancé un golpe certero a la sien. Rodrigo ya no se levantó. Para llegar a la salida tenía que cruzar por la cocina, tomé un cuchillo que estaba separado de los demás utensilios, en la puerta estaba Fausto y no paraba de preguntar por Rodrigo y por mi máscara, tampoco entendí la razón, pero dejé que el cuchillo se deslizara por su cuello. Casi mancha la máscara de sangre, qué tragedia habría sido.
Salí de esa residencia tranquila y con mi máscara, no sentí nada por lo ocurrido con Rodrigo y Fausto, de haberles contado no me habrían creído, es más, no me habrían escuchado, fue lo mejor.
La noticia de un asalto en una conocida zona residencial duró dos o tres días y después fue materia olvidada, como dice la canción. Ahora la máscara está en mi casa, los días difíciles me recita los mejores poemas y cada noche me cuenta una historia nueva, ayer me habló de cuando vivía en el corazón de una granada ¡Ah! Si tan sólo pudieran escucharlo entenderían porque no me arrepiento de nada.
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