Por Helly Raven
Nadie te cuenta que algunos miedos se meten dentro y se quedan, muy quietos en la oscuridad profunda de tu mente, esperando agazapados el instante oportuno de saltar a tu cuello.
Son miedos adaptados al tiempo, al calor de lo que, como iluso, puedes confundir con seguridad o felicidad.
Se arrastran lentamente en tus venas, alimentándose de pequeñas dudas, de preguntas sin respuestas, de desconfianza y dolor. Se escabullen en los resquicios de la conciencia; en esos espacios vacíos, terrenos baldíos del alma humana que nadie, en sus momentos juiciosos, decide explorar. Están a una brazada de la realidad y, al mismo tiempo, a kilómetros bajo las aguas turbias del océano que llevamos dentro.
Miedo a morir o vivir sin expectativas.
Miedo a no ser suficiente; a olvidar y ser olvidado. Miedo al monstruo que se esconde bajo nuestras camas y que, cuando le observas, lleva tu rostro como una máscara enloquecida.
Miedo a no pertenecer; a no tener ancla, ni puerto, ni velas; a estar atrapado en una niebla infinita y no ser.
Nadie te explica que temerás al miedo mismo, al verbo hecho carne y vértigo abrumador.
Nadie te dice que estás solo. Que otros se negarán a prestar auxilio cuando naufragues, a verse reflejados en la zozobra de tus actos, a tomar la mano que tiendas, desesperado.
Y el miedo también es tu sombra, y la suya, la del otro náufrago, la del ahogado.
Será tu sangre, tu voz y antes de entenderlo, llevarás un vestido de gritos mudos en las tinieblas. Te escurrirás entre los resquicios de la vida, hasta apagarte lenta, inexorablemente.
El miedo es estar solo.
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