Por Melina Robledo
Ya era muy tarde y acababa de llover. El fétido olor de las coladeras seguía muy vivo en el aire. Mi día no acababa aún, la mudanza no había terminado. Salía de la oficina a las once de la noche y decidí que como se ha hecho con toda la pestilencia en la historia, la cubriría con el perfumado aroma de mi cafetería favorita. Llegué a la esquina de Alcatraces y Rosas, donde había un local apenas iluminado, no por el estilo bohemio que se espera de una cafetería, pero por la precariedad de la zona. Habían dos parejas al fondo, ningún solitario, solo yo. Me senté en la barra y Carmelita me miró con una mezcla de pesadumbre y toda la amabilidad que le permitía su salario mínimo. Le sonreí dolorosamente, no lo había hecho en días. Ella se acercó y me dijo "Buenas noches don Alberto", yo le contesté "¿Cómo estás Carmelita?", "Pues ahí la llevamos, ya sabe, no queda de otra", contestó. "¿Qué le sirvo?" Y miré su rostro, cansado, con el maquillaje desgastado, una que otra mancha de leche en su blusa verde de los martes, había sido un día largo para ella. El mío no había terminado aún. Hacia algún tiempo que adopté ese lugar, como búnker contra la guerra de mi pesadumbre, de mis tristezas inventadas y de mis felicidades ocultas. Ahí conocí a Leonor, la única mujer que me hizo ver el mundo, sin viajar, solo con sus irreverencias. Era de las muchas mujeres únicas, auténticas y espontáneas, de las que no prometen nada porque no son capaces de amarrar su espíritu al suelo, al núcleo de la tierra. Nunca supe descifrar sus gestos, sus palabras o sus pensamientos; pero eso no importaba mientras pudiera verla, aunque su gusto por la ropa fuera cuestionable, oírla, aunque su vocabulario a veces me recordara la colonia de sus padres, olerla, porque eso sí era perfecto, tocarla... Pudo haberme mandando al carajo mil veces, y aún en ese momento sonaba dulce, era mi mundo.
Pero supongo que el viento se lleva fácil a quien le gusta flotar, quien prefiere no tocar el suelo. Su corazón se fue sin más, dejando marcas en la casa, aquellas que se van formando por el uso, como cuando cierras con cautela la puerta de la habitación y la mano queda impresa, cuando tocas el interruptor de la luz para apagarla, cuando te sientas frente al tocador para quejarte de tus arrugas y se hunden tus caderas poco a poco más pesadas, cuando arrojas una copa y el impacto tira la pintura de la pared, cuando el cable del teléfono cruza la cocina y se maltrata la columna porque pasas horas pérdida en él. Eso y más dejó. Esa es la razón de la mudanza, de mis días interminables y mis noches eternas.
"Un espresso doble, Carmen. Por favor"
"Ok"
Mientras Carmen se alejaba, yo regresaba al presente, a lo inevitable, a lo que no puedo cambiar aunque quiera. Porque tengo cuarenta y seis años. Mi oportunidad de conquistar el mundo, de romper corazones, de correr por las fuentes de la ciudad sin miedo a que mis rodillas colapsen, de besar mujeres, de hablarles en la calle sin sonar perverso, de sonreír, ya había pasado. Se había acabado todo y mi fuerza se la llevó Leonor. Y aún así, por dos semanas he estado cargando veinte años de recuerdos y palabras amorosas, que poco a poco se fueron desvaneciendo. Cuando tus sueños ya no te intrigan, es cuando te preguntas si vale la pena ir a la cama, cerrar los ojos, ignorar lo único real que tienes ahora, aunque solo sean coladeras apestosas y café barato. Carmen tenía mi café listo. Lo colocó sobre la barra y me preguntó "¿No quieres un pastelito?" Pero ya no estaba presente, me había perdido en la mancha de lápiz labial en el borde de la taza. Rosa, un poco oscurecido. Lejos de pensar de inmediato que Carmen había sido descuidada con la limpieza, comencé a pensar en la razón de aquella mancha. Pudo ser una mujer atrevida, sin tiempo de ser delicada al tomar café, una mujer que se había arreglado para seducir a su cita, y que seguramente se había perdido en la mirada de su acompañante para no notar su propio descuido. O tal vez fue un hombre, con exactamente las mismas intenciones. Me recordó un poco a Leonor, quien después de unas copas se olvidaba del pudor que la frenaba frente a otros; en restaurantes o en fiestas de amigos dejaba marcas de su lápiz labial en las bebidas, y a mí no me importaba, solo esperaba a que su ímpetu se viera liberado, porque era cuando me pedía regresar a casa, para calmar su deseo. Pero esa mancha, la de mi taza no era la de Leonor y la realidad me llegó de golpe. Aquella mujer anónima, con labios atrevidos había ido a ese lugar para conquistar a algún solitario. Esa mancha de lápiz labial me hizo pensar qué tal vez no termine solo en el último día de mi vida. Imaginé a las decenas de miles de mujeres que había visto mientras estaba con Leonor, sus rostros, sus cuerpos, sus urgencias.
"Perdón Carmelita, es que la taza tiene lápiz labial." Le dije y note que sus cejas se levantaron y su boca se tensó demasiado, su mano derecha fue de inmediato a su brazo izquierdo y comenzó a rascar un sarpullido viejo. Su rostro se enrojeció por completo, y sus fosas nasales comenzaron a ventilar violentamente.
"Ay, perdóneme Don Alberto, no me fijé" y quiso tomar la taza. La detuve por el brazo y el toque me erizó los vellos de la nuca. No había tocado a ninguna otra persona en días, ni en un saludo de manos. No creí que existiera una piel tan suave en el mundo; era eso o mi falta de referencia.
"No, no, no. Déjamelo; me gusta pensar que estoy bebiendo de la taza de una dama en plan de conquista, y que sus labios estuvieron aquí, así que los estoy tocando indirectamente." Y me reí tontamente. Carmen se llevó las manos al estómago y soltó una carcajada. Se acomodó el pelo y me dijo: "De verdad discúlpeme, me voy a fijar a la próxima"
Le contesté: "Está bien, porque a mí me puede dar curiosidad la historia de este lápiz labial, pero otros clientes te pueden decir algo" Carmen asintió y entendió el mensaje perfectamente. Terminé el café, me quedé sentado unos quince minutos sin pensar en nada y le pagué a Carmen. Estaba listo para reiniciar mi jornada, la de la noche, la que no acaba. Me levanté y sentí la mirada furtiva de Carmen. Dos pasos antes de la puerta me habló
"Don Alberto"
Me regresé y recliné el brazo derecho sobre la barra.
"Perdón, es que no sabía si decirle o no"
La duda, la que uno sabe prender y aunque escuche la verdad ya no la apaga nunca.
"¿Qué pasó Carmelita?" Supuse que se querría disculpar nuevamente de forma innecesaria, o qué mis comentarios le habrían provocado algo diferente a la risa o la incomodidad. Incluso mi esperanza, que se había renovado en lo mínimo, esperaba una propuesta, una que hacen las mujeres que han visto sus oportunidades apagadas. Esperé.
"Es que hoy vino Leonor con otro señor"
Comments