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Foto del escritorOmar Cruz

Las quimeras de Mr. Charmion




Por Omar Cruz


«Los sabios interpretan los sueños,

y los dioses se ríen.»

H. P. Lovecraft



El padre Gerónimo Macías era un joven sacerdote que fue excomulgado por la orden de los Franciscanos. Según las cartas —y las malas lenguas viperinas— aquel cura tenía métodos poco ortodoxos y bastante cuestionables para ejercer su profesión y estar a los pies del creador. No se sabía de los orígenes de aquel hombre con exactitud, algunos de sus compañeros en el sacerdocio afirmaban que venía de un pueblo de Honduras, llamado Villa Antigua ubicado en la zona norte de la periferia en aquel país centroamericano. El padre Macías, como se le conoció entre los miembros de la orden tenía estudios en: leyes, filosofía, economía, literatura y también en periodismo. Era un hombre culto y devoto de su fe, que cumplía a cabalidad los misterios de la palabra de Dios y regía con mano severa el camino de quienes se alejaban de los designios que —según él—: Dios padre de todo y de todos había entregado a hombres y mujeres de las distintas naciones, para que se acercaran y siguieran su camino por las buenas o las malas, el fuego perturbador era lo que esperaba a los desobedientes —decía en sus inusuales y muy concurridas misas—.


Algunos sacerdotes afirmaban que la vida del padre Macías era bastante difícil dentro de la orden y, a otros hasta les causaba pavor estar cerca de él, debido a una terrible y atroz enfermedad mental que padecía. Quizá fue por eso que, mucho antes de ser excomulgado, el Preboste había decidido llevarlo junto con otro grupo de sacerdotes a un monasterio alejado de la ciudad. El Decano creía que dicho retiro le serviría para batallar contra los terribles deseos de la carne y obtener la hidalguía suficiente para combatir a los demonios que lo habitaban y hacían de su mente y alma; un festín para glorificar el pecado, evocar la lujuria y dar rienda suelta a los ángeles caídos.


En aquel viejo pero robusto monasterio ubicado a dos horas de la ciudad industrial en Honduras, los curas siempre iban a contemplar la frialdad de sus votos y la proeza que significaba servir a Dios con cabalidad. El Preboste siempre estaba mirando con ligereza las acciones del padre Macías, él sabía que era un elemento notable e importante para la fe, pero al verlo también reconocía que en su interior algo se rompía, algo inefable, lúgubre, repugnante, siniestro, enfermizo, algo como la furia de las trompetas bíblicas y la cólera adánica de los martillos. A pesar de todo eso, el Decano estaba contento con la presencia del padre Macías ya que, era de los pocos curas que trabajaba día y noche para mantener el templo y, a los feligreses del lado de Dios y con esto también lograba que su labor en la iglesia y casa cural fuere valorada con más cariño y respeto por los demás miembros de la orden Franciscana.


Una terrible noche de octubre, llena de lluvia y relámpagos dejó en total consternación a los miembros de aquella orden de sacerdotes. Ocurrió que, mientras los demás miembros buscaban refugio en el monasterio, el padre Macías se quedó afuera y sin darse cuenta los otros curas —por el ajetreo de la lluvia— aquel hombre pasó la noche fuera del monasterio, viendo la ira de los ventarrones que abofeteaban todo a su paso y los rayos que partían el vientre de la tierra en pedazos. El padre Macías estuvo siempre bajo un árbol de pino, contemplando la violencia de la madre naturaleza y cuestionándose sobre la importancia de un hogar, un techo que lo protegiera en ese momento, puesto que, en su imaginación; la protección divina se le había arrancado de sus manos y Dios lo había dejado a su suerte, quizá como una prueba frente a la verdadera fe, o probablemente para batallar con valor suficiente contra los avatares del destino.


A la mañana siguiente, casi todo estaba en paz, la lluvia se detuvo, los relámpagos se fueron y la violencia de los vientos dejó en el ambiente una calma inconmesurable, permitiendo que el sol brillara, como nunca antes lo había hecho, como si fuera la última ocasión que lo haría. Los sacerdotes desde temprano procedieron a abrir las puertas del monasterio y vieron al padre Macías, —empapado aún por la lluvia de la noche anterior— con su mirada puesta en el vacío, con sus manos temblorosas, con el cuerpo tan pálido —como el de los muertos—, como si después de esa lluvia algo dentro de él se hubiera apagado, algo que no todos podían ver a simple vista. Al verlo en este estado triste y deplorable los demás sacerdotes lo llevaron dentro y lo secaron, le dieron un nuevo ropaje, lo acercaron al fuego y le trajeron comida para luego informar al Preboste la situación que había pasado. El Decano quedó sorprendido al darse cuenta de la situación, tanto así que les cuestionó: cómo había sido posible que el padre Macías se hubiese quedado fuera del monasterio, sin que nadie se diera cuenta. Sucedió que el cura encargado de la puerta ese día se suicidó en su habitación y nadie se había percatado, el padre solo se reportó enfermo y no hubo quien cubriera su puesto en ese momento. Los otros curas al darse cuenta le dijeron a su superior; que se había dado un escopetazo en la boca y sus sesos estaban regados en toda la recámara.


Fue un día turbulento en las entrañas de aquel viejo y aún sólido monasterio y el Preboste decidió informar la situación a sus superiores y luego llamar a la policía para que investigara el caso del padre que se había disparado. No pasó mucho tiempo para que los agentes llegaran y con ellos también la prensa con sus preguntas, con su lengua como la de las serpientes que vociferaban un probable conflicto entre los miembros de la orden, algo que el Decano negó con rotunda valentía y también agregó: nuestra relación es impecable, aún después de lo sucedido, seguimos comprometidos con Dios y su evangelio, está situación queda en las manos de las autoridades que darán su veredicto e informarán los hechos con la debida rigurosidad. La prensa se fue incrédula ante las declaraciones y la policía seguía recogiendo información y pistas que pudieran unir el caso del padre Macías con el del sacerdote que se había suicidado. Sin duda, sería una tarea larga y con bastantes enigmas por descifrar para los cuerpos policiales de la ciudad.


Pero las cosas tomaron un cauce bastante difícil, ya que los sacerdotes fueron sacados del monasterio y puestos en investigación uno a uno junto con el padre Macías, —este último aún con turbulencias internas— debido a su terrible enfermedad y los estragos que le causó aquella lluvia de octubre bajo aquel árbol de pino. El tiempo pasó tan rápido, —quizá tanto como lo hace el invierno que ha dejado de existir en nuestro territorio— y la policía entregó cada uno de los informes y estos llegaron a manos de las autoridades religiosas que como ha sido costumbre, decidieron engavetar las pruebas y dejar todo en manos de Dios. Era de esperarse —decía la prensa nacional e internacional— la iglesia siempre ha dejado sus crímenes en la impunidad, es una práctica que la arrastran desde los tiempos bíblicos. La siguiente semana, otra noticia fatídica embargó a los Franciscanos, el padre Macías se había suicidado en circunstancias terribles, casi impensables para un hombre de fe y la prensa y demás autoridades volvieron a la carga contra la orden Franciscana con preguntas, suposiciones, reportajes e incluso acusaciones de prácticas antinaturales, cercanas a la

brujería y rituales de sacrificio para salvar la vida de unos a cambio de la de otros.


Después de lo ocurrido, todas las partes entraron en duelo y decidieron —por respeto a la memoria de los fallecidos— guardar silencio sobre el tema por dos meses. Era el tiempo suficiente —según ellos—; para que cada quien encontrara la manera de reparar las heridas y tener el valor necesario para desenmascarar a los culpables y ver de frente a la verdad detrás de los hechos. Pero todo eso no sucedió, el tiempo pasó y nadie quiso investigar nuevamente. La policía dejó los informes recabados en manos de la orden Franciscana y decidieron que la justicia divina hiciera lo suyo, dejando con esto a la prensa y la población en ascuas, con más conjeturas y suposiciones. Aquel caso de los padres se enterró demasiado rápido, parecía que existía una mano moviéndose en las sombras para que todo esto se mantuviera en silencio o más bien acabara casi en el olvido; como una fractura en el tiempo que viene a nosotros de vez en cuando, y luego se va, sin dejar explicaciones, arrastrando con brutalidad todo lo que está frente a su paso.


En esta cita, me ha gustado que ha sido más abierto con sus sueños sobre los sacerdotes —dijo— el psiquiatra. Además he notado que apareció un nuevo personaje, la mujer que usted llama Alana y que surge en su sueño antes de que usted pueda despertar. Me ha llamado la atención la manera en que la describe: su rostro ovalado, sus ojos como dos bolas de fuego, su sonrisa semejando un alambre de púas, su cabello lleno de serpientes, sus brazos como dos cuchillos y en sus manos dos cruces que parecen estigmas de sangre. He de creer que la terapia nos seguirá dando resultados si seguimos trabajando de esta manera en la que hoy lo hemos hecho —finalizó—. Mr. Charmion se levantó del sillón y —le dijo—: estos no son sueños doctor, siento que esto que me pasa son los ecos de otra vida; que quizá quiere brotar de mi interior y dejar en evidencia los presagios inciertos del mañana. El doctor miró detenidamente a su paciente y luego pronunció unas palabras poco entendibles, pero que, Mr. Charmion debido al desarrollo de su oído logró captar; yo soy ese hombre, el que fractura la noche, atormenta su mente, cicatriza en su cuerpo el recuerdo de viejas batallas y tortura su alma. El sacerdote se despidió del psiquiatra y cerró la puerta del consultorio lentamente, permitiendo que una brisa helada entrara a la sala y recorriera el cuerpo de aquel misterioso galeno.


Eran las ocho de la noche y Mr. Charmion no dejaba de pensar en sus sueños, en la forma de aquellos hombres de fe y la mujer que había aparecido últimamente. Después de eso encendió un cigarro y se sentó frente al televisor y vió en las noticias una última hora. A lo mejor es otra masacre o algún político loco con ideas extremas o radicales —se dijo en voz alta—. El hombre que presentaba las noticias —con una voz entrecortada decía—: de última hora les informamos que ha sucedido un doble crimen en un monasterio Franciscano de la ciudad, al parecer dos sacerdotes han muerto; el primero es el padre Iván quien al parecer se habría disparado con una escopeta y el segundo el padre Gerónimo Macías quien sufría de esquizofrenia y se colgó en su habitación, dejando escrito en la pared —con lo que al parecer es su sangre— una oración en la que se puede leer: yo soy el que ha venido cabalgando desde tierras lejanas, pasando entre vidrios molidos, lagunas de fuego, montañas de hollín y cuerpos desmembrados; soy el séptimo jinete, mi caballo es color gris y con mi sangre se selló el pergamino que los ángeles entregaron a Dios, el día que los avatares de la humanidad vendieron este mundo. El rostro de Mr. Charmion estaba igual de pálido que el de un muerto, pues se había quedado sin aire y tratar de respirar le costaba demasiado ya que aquello que estaba viendo en su televisor lo había dejado perplejo; luego de leer lo escrito en la pared con la sangre de aquel sacerdote, apareció en la pantalla del noticiero su psiquiatra, sosteniendo un cráneo en su mano izquierda, un reloj de arena en la derecha y con dos alas con forma de filosos y plateados cuchillos —y diciendo—: témanme a mi, porque su dios me ha enviado, yo soy el jinete del que hablan los libros apócrifos y al que rinden culto los herejes. Mr. Charmion estaba tan asustado que se desvaneció de repente y su cuerpo se perdió entre la ceniza y el humo de aquel cigarrillo que se estaba fumando.

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