En el barrio de San Nicolás, en la colonia El Edén del municipio San Martin, Metepec, desapareció don Manuel, un anciano que vivía en una casita de lámina al fondo de la calle principal.
Don Manuel cuidaba a los perros callejeros de varias calles aledañas, siempre iba tras él una manada de entre 8 y 12 caninos. La gente se impresionaba de verlos y su reacción era rechazarlos. A donde quiera que llegaban los comenzaban a correr, no tardaban los dueños de los negocios en sacar la escoba o bandejas con agua y se las lanzaban con saña, hasta don Manuel terminó mojado en varias ocasiones. Desgraciadamente los demás no podían entender y mucho menos valorar lo que el viejo hacía.
Fabiola, una joven que adoraba a los animales (o eso decía) tenía dos mascotas a las que sacaba a pasear a las 6. Siempre trataba de no cruzarse con el viejito porque decía que sus perros tenían pulgas. Ella y los vecinos solo querían a los perros finos, no a los callejeros, esos eran vistos, cuidados y alimentados por el anciano. Esa era su labor social, su lucha y su legado. Así anduvo por 9 años, recogiendo cartón para venderlo y sobreviviendo de lo que algunos le llegaban a donar en el mercado: ropa, comida o con suerte dinero. Su esposa ya había muerto. Dicen que cuando él llego a la colonia, ella ya había fallecido.
Cuando pasaba frente a mi casa me gustaba observarlo, ver como caminaba despacito, sonriente, con la manada detrás, como sus guardianes. Traía siempre una bolsa en el hombro, donde guardaba las croquetas que les repartía cada cierto tiempo a los perros. De manera sorprendente, como magia, le alcanzaba incluso, para darle a otros perros que no lo seguían. A veces me sentía enfurecida porque doña Ana y doña Elvira lo ofendían, platicaban entre ellas lo mucho que les molestaba ver al señor. Decían que le daba mal vista a la calle.
Un día escuche en el mercado que don Manuel desapareció, nadie se imaginaba donde podría estar. Él no tenía familia y de las personas que lo apreciaban, nadie sabía nada. Se denunció su desaparición y se inició una búsqueda, pero nunca jamás se supo nada. Los perros se quedaron solos y fueron muriendo uno a uno (de tristeza decía mi mamá), al no tener quien los alimentara, la gente comenzó a llevarles comida, pero ellos dejaron de comer. Se paseaban por la calle como buscando a su líder, pero se cansaron, ya estaban muy débiles. Las personas por fin entendieron la labor de don Manuel. Algunos se arrepintieron tal, que hicieron una misa en su honor y en el de los perritos.
Durante meses la calle estuvo sola, realmente se sentía la ausencia del viejo, hasta que un día, uno muy soleado, llegó Solovino, un perro adulto que parecía haber sido abandonado por su familia. Era precioso y dócil, las vecinas lo cuidaban, los comerciantes lo alimentaban, hasta se hizo amigo de Fabiola y sus mascotas. Con los días llegaron más perros a la colonia, los vecinos los respetaban y yo estaba sorprendida con el cambio y con lo emotivo del suceso. Solovino trajo luz y le permitió a la gente de mi barrio, enmendar la deuda con don Manuel, el viejito de los perros, como hasta hoy lo recordamos.
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