Llevaba como diez minutos despierto, pero me rehusaba a abrir los ojos. No fue hasta que el brillante sol comenzó a iluminar intensamente mi habitación, al grado de filtrarse a través de mis párpados, cuando decidí levantarme y comenzar el día.
Me incorporé poco a poco hasta quedar sentado sobre la cama, tocando con las plantas de mis pies el suelo ligeramente frío. Así permanecí unos cinco minutos, tratando de analizar todas mis emociones.
Me sentía mal, como enfermo. Había tenido una pésima noche, pasando gran parte de esta pensando puras pendejadas: amores pasados, chicas a las que nunca les hablé por cobardía, y cagadas monumentales. Fue en ese momento cuando me di cuenta de lo que estaba experimentando, uno de esos días en los que te miras terrible en el espejo, como villano de los Power Rangers.
Por fin me levanté, caminé hasta la ventana, la abrí y recorrí las cortinas. Al asomarme y sentir la brisa de las 8 de la mañana, noté que el mundo transcurría como de costumbre. Observé a una mujer robusta con mochila al hombro, jalando a su pequeña hija para no llegar tarde a la escuela; al mismo tiempo, escuchaba a lo lejos los motores viejos de los microbuses que transportaban a decenas de personas amontonadas en su interior. El mundo seguía y seguía, pasando de mi. Y yo sólo necesitaba un abrazo.
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