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Foto del escritorCámara rota

Es el siguiente




Por Guillermo Martínez Collado


Camino por la carretera arrastrando un carrito de la compra con mis cosas dentro. En él llevo ropa de abrigo, agua y un poco de comida. Lo mejor es escapar de las vías más transitadas, por experiencia he descubierto que cuanta más gente te encuentras, más posibilidades hay de que te acabes topando con alguien que desea tocarte las pelotas. Intento llegar al norte, a la zona que transita el camino de Santiago. Un tipo me dijo que es buen sitio para pasar desapercibido. Hay tantos peregrinos que abundan los albergues en los que dormir, y no es difícil conseguir un plato de comida o algo de fruta que llevarse a la boca.


Asciendo el valle con pesadez, los años hacen mella y las heridas de la cárcel me causaron unos dolores que serán para toda la vida. En la trena se corrió la voz de que me habían encerrado por un asunto relacionado con niños y mi estancia allí fue un infierno, peleas y más peleas. Tuve que rajar a un tipo para que todos supieran lo que les esperaba si se metían conmigo. Es lo que pasa en el talego.


Al cumplir la condena pasé por mi antiguo pueblo. La casa se encontraba deshabitada desde hacía años y se veía parcialmente destruida. Tal vez un acto de venganza por parte de los vecinos. Traté de arreglármelas para vivir allí, pero era imposible. Cuando se propagó la noticia de que estaba por la zona varias personas acudieron a hostigarme y tuve que dejar que asomara mi navaja. He aprendido que un buen susto es suficiente para que te dejen en paz una temporada. Cada vez que alguien me quiere molestar, por lo pronto dejo que la vea y se lo piense dos veces antes de volver a mirarme.


Como no tenía un lugar decente en el que quedarme y en el pueblo se molestaban en demostrar que mi presencia no era de su agrado, me fui de allí. Al principio, un poco perdido, iba con una simple mochila. Descubrí aquel carrito de la compra por casualidad. Era fácil de transportar y podía almacenar muchas cosas en él, así que decidí llevármelo.


Cada vez que llegaba a una población nueva me identificaba la policía, comprobaban los antecedentes y después todos los vecinos sabían quién era yo y me amenazaban o hacían lo posible para que me fuera. Se acababan las limosnas y las ayudas por caridad. No había ninguna posibilidad de conseguir trabajo.


Fue entonces, al escuchar a aquel mendigo hablar del camino del norte, cuando me decidí a seguir este rumbo en dirección a los valles. Hace un par de días, cuando dejaba atrás la última población, los restos aún humeantes de una chabola me estremecieron. Los bomberos me contaron que allí pereció calcinado un indigente, y aún buscaban entre los ladrillos el cadáver de su compañero. No sabían como se había originado el fuego. Tal vez intentaron calentarse, o tal vez alguien lo provocó. Ese no era un buen augurio, así que aceleré el paso. Hasta que llegué a donde estoy ahora, cerca de la cumbre.


En lo alto del valle me decido a coger un caminito de hormigón aún más solitario, porque en el mapa he visto que ahorras un poco de distancia. Pero lo que no sale en el plano es la inclinación, y la carretera empieza a ascender considerablemente. Parece que me conducirá a lo alto de una peña de manera abrupta para luego, supongo, descender rápidamente.


Cuando llego al cerro veo el mar y sé que al fin estoy cerca de mi objetivo, aunque mis pies están cansados y los muslos han tenido que hacer demasiado esfuerzo, pues la subida en varios momentos superaba el veinte por ciento y empujar el carrito suponía un gran desgaste. Me detengo a coger unas moras. Aún me queda sensación de hambre, así que abro un paquete de cacahuetes con miel mientras observo el camino, que se desvía hacia una zona más boscosa donde se vislumbra el tejado de una casa. Me animo, porque eso puede significar que conseguiré algo que llevarme a la boca, o ropa, o incluso alguna alegría más. ¿Por qué no? Esta parte es lo suficientemente apartada como para dejar rienda suelta a los impulsos.


Bajo despacio, observando la ladera. En algunos momentos la excitación se convierte en desasosiego, pues hay un ambiente lúgubre que da al lugar un mal augurio. Luego pienso que no son más que mis fantasmas asomando. Me acerco a la verja y me adentro en la propiedad. Un poco apartado de la casa hay un cobertizo con unas sillas plegables, así que me dirijo hacia ahí y me siento en una de ellas. Me descalzo para dejar que mis pies se aireen y muevo con las manos los objetos que hay cerca por si alguno pudiera servirme. Hay cosas para trabajar la huerta, tablas de madera y una carretilla. Veo también unos coches de juguete, lo que me indica la indudable presencia de niños. Eso me hace sonreír.


Tengo la extraña sensación de que alguien me observa, aunque de momento no se ve a nadie en la casa. Al poco rato se mueven unas cortinas, unas cabecitas pequeñas asoman por la ventana, son dos críos rubios que señalan hacia mis posición. Les saco la lengua. Se escuchan voces y segundos después un anciano sale por la puerta dirigiéndose a mí, haciendo aspavientos.


-¡Eh! ¡No puedes estar ahí!


Sostengo la navaja en la mano y abro el filo cuando se encuentra cerca, lo que le hace detenerse y mirarme fijamente.


-¿Me vas a molestar anciano? ¿Vas a obligarme a que te raje?


Entonces cambia su cara.


-Vamos, no hay necesidad de ponerse así. Esta propiedad es privada, a nadie le gusta ver a desconocidos husmear por su finca.


Pasan unos segundos mientras nos observamos en silencio.


-Da la sensación de que vives en la calle. Nosotros somos buenos cristianos. Si sigues esa senda que se desvía del camino hay una cabaña que pertenece a mi familia. Puedes pasar la noche si quieres refugiarte, y yo mismo te acercaré un guiso para que puedas cenar caliente. Pero si te quedas aquí mi madre se pondrá nerviosa y llamará a la policía, y nadie quiere que pase eso.


Lo observo un segundo y guardo la navaja. Aspiro fuerte por la nariz tragando los mocos y pienso que puede ser una buena idea dormir bajo un techo y comer caliente para variar.


-De acuerdo, aceptaré lo que me propones. Pero no llevo bien que me toquen los huevos. Dormiré en tu cobertizo y mañana temprano me iré hacia la costa.

Me dirijo a donde me indica y tardo más de lo esperado en llegar. El sendero atraviesa unos curiosos dólmenes de piedra que rodean algo parecido a un púlpito decorado con flores, que da al lugar un toque siniestro. Un poco más allá, bien apartada de la casa, hay una cabaña de madera. Debajo de una maceta, como me dijo, encuentro la llave que abre el candado de la puerta, entro y me acuesto en una cama que hay en el rincón.


Poco después algo hace que me despierte. Me levanto, camino hacia la ventana y veo al hombre alejarse. Ha dejado un envase de plástico con algo de comida, una botella de vino empezada y un paquete de cigarrillos de la marca Lola. Se da la vuelta, cuando me ve hace un gesto con la mano y sigue su camino. Yo no le saludo, enciendo una pequeña lámpara para iluminar la estancia y me preparo para disfrutar la cena, cuando un ruido ahogado me da un susto de muerte. En un rincón de la cabaña hay una trampilla que debe dar a una especie de sótano, pero está cerrada con otro candado enorme y no se puede abrir. Debe haberse colado alguna alimaña dentro y de ahí el sonido.


Devoro la carne guisada con las patatas y me bebo toda la botella de vino. Preparo un cigarro y salgo a fumarlo fuera, donde ya hay una noche cerrada. Me noto algo mareado, supongo que por beber demasiado, ya que no estoy acostumbrado a conseguir alcohol. Doy unas caladas profundas, dejando que el humo inunde mis pulmones, y luego lo expulso jugando a hacer ceros. Viene a mi cabeza una y otra vez la imagen de los dos niñitos rubios que me señalaban en la casa del anciano. Me pregunto cuántas personas vivirán en la casa, trato de calcularlo recordando la ropa que había en el tendal.


Poco después veo algo a lo lejos. Son unas formas, unas siluetas que se acercan. Al principio no es algo nítido y pienso que es mi cabeza, pero acabo por distinguirlos claramente. Tiro el cigarro y me pongo de pie para entrar a por mi navaja, pero me encuentro torpe y todo me da vueltas. Siento como si mi cuerpo pesara una tonelada y me caigo al suelo. No pierdo la consciencia pero mis músculos están rígidos y no los puedo mover. Supongo que la comida o el vino estaban condimentados con alguna sustancia. Alguien se acerca y el pulso se me acelera. Unas manos me arrastran al interior de la casa, oigo abrirse una trampilla y me llevan hacia abajo por una escalera. Siento que me sujetan un objeto metálico a la altura del tobillo, y de repente todo se hace oscuridad.


No sé cuánto tiempo ha pasado cuando me despierto. Me duele la cabeza a horrores y noto las anginas inflamadas. Casi no puedo mover la pierna izquierda, algo la tiene amarrada, una especie de argolla con una cadena. Me palpo los bolsillos, no encuentro la navaja pero hay un mechero. Lo saco y cuando lo enciendo me cuesta un rato acostumbrarme a lo que veo. Entonces distingo una figura que se acerca hacia mi con los brazos extendidos, pego un grito y del susto se me cae el encendedor. ¿Qué demonios era eso? Entonces una voz rompe el silencio.


-Ho-la. Ho-la.


Palpo por el suelo hasta localizar el mechero y me arrimo a la pared. Lo vuelvo a encender y observo la estancia. Al menos otras cuatro personas atadas con cadenas como yo, con pinta de llevar mucho tiempo aquí. Decido levantar el dedo del gas y pensar. Entonces la voz apagada rompe el silencio.


-No-te-preocupes. Vendrá-a-sacarnos. Él-vendrá-a-sacarnos-de-aquí.


Pasan un montón de horas. En la penumbra, amarrados, sin comer ni beber. No sabría decir si llevamos más de un día o dos. Unos ruidos me despiertan y alguien abre la tapa de nuestro zulo dejando entrar una luz infernal. Cuando logro acostumbrar mis ojos veo un grupo de hombres vestidos con túnicas blancas y un pañuelo que les cubre la cabeza. Van sacando a los pobres diablos que estaban encerrados conmigo y nadie protesta, probablemente porque no hay fuerzas para tal cosa.


Cuando llega mi turno me llevan al exterior y me arrastran hacia la zona de las piedras que había visto cuando me dirigía a la cabaña. Un gran número de personas de todas las edades observan la escena haciendo un corro, muchos de ellos con las caras pintadas de colores, mientras recitan al unísono en un idioma que no conozco. Nos detenemos a unos metros. Echado, encima de la roca en forma de púlpito, tienen a un tipo con la mirada perdida. Debajo de él se dibuja el rojo oscuro de la sangre. Los hombres que me llevan hablan entre sí.


-Detente un momento, vamos a esperar a que Él acabe.


Hay un tipo que cubre su rostro con una máscara de madera ornamentada con motivos florales. Sostiene un tosco y enorme cuchillo que mueve hacia arriba para después bajarlo rápidamente y clavarlo en el pecho del pobre diablo que está tumbado en la piedra. Las figuras que están alrededor se acercan y deshacen el cuerpo en un abrir y cerrar de ojos. Depositan los restos en una especie de altar decorado con flores de muchos colores.


He visto y realizado cosas horribles, pero lo que acaba de ocurrir me deja sin aliento, soy incapaz de articular palabra. Me siento como si esto no me estuviera pasando a mí, como si lo estuviera viendo en la televisión. Al fondo hay unos niños rubios que observan la escena y dirigen la mirada hacia mí. Me señalan. Se puede leer lo que dicen sus labios. “Es el siguiente".


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