Por Eli Adán Díaz
Desde que los gallos comenzaron a cantar, Gildardo ya sabía que había amanecido. Los rayos quemantes del sol que se colaron por la ventana solo terminaron por confirmarlo.
Se levantó de su cama y acomodó las cobijas ya viejas y roídas por el tiempo, para como decía su madre, “se viera decente su cuarto”.
Salió del cuarto en dirección a la cocina para colocar un pocillo, el cual contenía una última taza de café. Removió las brasas aún encendidas que su mamá había utilizado más temprano y agregó un trozo de leña para avivar de nuevo una llama que calentara el café. Se tomó un tiempo para contemplar la neblina que opacaba el paisaje. Esas partículas de agua flotando en el aire que refrescaban las amarillentas hojas de los árboles.
El café comenzó a hervir y el ruido captó la atención de Gildardo. Tomó una taza desportillada por la orilla y sirvió hasta el fondo el café, poco faltó para completar la taza, aunque eso nada importó.
En la mesa había una bolsa que contenía pan dulce, tomó de dentro una concha medio dura y comenzó a comerla. Hundía pedazos grandes en el café para suavizar el pan y facilitar el trabajo a sus mandíbulas.
El viento levantaba bolas de polvo que se colaban como el sol hasta la casa, por las ventanas faltas de protección, con el último impulso se desvanecía sobre los muebles y el suelo. Gildardo, terminado de comer su pan, se puso de pie y anhelando algo más de comer salió de su casa. Las tripas hacían ruido, reclamando lo poco que comenzaba a avanzar por el tracto digestivo.
Por la avenida polvorienta circulaban dos caballos que arrastraban una yunta. De rostros cansados avanzaban a paso lento reclamando un segundo de descanso. Gildardo los miró con angustia y los siguió con la mirada, se perdió en sus pensamientos. La imagen de los caballos cansados era el único enfoque que consiguió hasta que desaparecieron entre las nubes de polvo. De regreso a la realidad se sentó en una piedra grande, que colocada afuera de su casa actuaba como referente en el pueblo para llegar hasta la catedral.
“Al llegar a la piedra grande, nomás hay que ir a la derecha. Caminar hacia abajo y en unos minutos llega uno a la iglesia”,decían todos en el pueblo. Con la mirada clavada en el suelo observó sus huaraches desgastados, hacía 2 o 3 años que se los habían regalado. Ya había perdido la cuenta de cuánto tiempo hacía que tenía esos huaraches en los pies. Miraba sus uñas y sus pies cenizos. Movía los pies de lado a lado jugando con la tierra, colocaba piedras simulando un juego alimentado por su imaginación.
De pronto, una sombra avanzó hasta cubrir su pie izquierdo y llamó su atención; un saco de huesos y de pelaje mugroso camino hasta él con la lengua de fuera. Gildardo lo miró por un rato mientras el perro, flaco y con la piel reseca se echó frente a él.
Mientras lo examinaba hablaba con él simulando obtener respuestas.
—Mira tú, tas bien chingado. Y eso que lo digo yo, que también estoy jodido. Echó a reír y se levantó. Déjame ir por un pan, no te vayas a ir.
Entró hasta la cocina y abrió de nueva cuenta la bolsa de pan. Tocó y solo encontró uno aún más duro del que él comió. Se dirigió a la pileta donde se lavaban los trastes sucios. Tomó la bandeja que navegaba sobre el agua en la pileta, la llenó de agua y salió para la calle de nuevo.
—Órale, toma esto que no tengo más. Se agachó para que el perro se acercara.
El perro impulsado por el hambre que invadía al poco cuerpo que tenía, se abalanzó con furia sobre la pieza de pan. En segundos lo tragó y se apresuró a terminarse toda el agua. Volteó el rostro hacia Gildardo y no dejaba de verlo con sus ojos cristalinos y chinguiñosos.
Un tipo de comunicación telepática le hizo saber a Gildardo que aún tenía hambre y este le respondió:
—No me digas que no te llenaste. Si te comiste lo mismo que yo. Déjame checar que más te puedo ofrecer.
Se apresuró a entrar de nuevo hasta la cocina y observó en cada rincón buscando algo que pudiera sobrar en su casa. Una olla de barro con restos de chile estaba colocada a un costado del fogón. Pero nada más, con pesar asumió que él se había quedado con hambre y que era imposible encontrar algo más que pudiera ser comible en casa.
Salió de la cocina cabizbajo cuando se percató que a un costado del baño colgaba un costal que contenía trozos de tortillas duras. Tomó unas cuantas y las puso a remojar en la pileta. Las tomó con ambas manos y corrió hasta la bandeja del agua. Cuando las colocó ya parecían comibles, al menos para el perro. El perro de inmediato se apresuró a comer las tortillas, como si el tiempo que fueran a permanecer en la bandeja se acortará. Cuando finalizó, dio un par de pasos hacia la roca y se echó a los pies de Gildardo.
El sol del mediodía comenzó a quemar los pies de Gildardo. Él quería moverse, pero no quería despertar al perro, así que hubo de aguantar otro rato las abrasadoras caricias del sol.
No puso atención, sino hasta que frente a él dos mujeres cubiertas por completo con mandil, falda larga y velo pasaron caminando frente a él. Tal era su indispuesta voluntad de moverse para no molestar el sueño del perro, que pasó desapercibido por completo para estas mujeres.
—No entiendo cómo es que el padre tiene que estar pidiendo el diezmo a los feligreses. Le dijo una a la otra.
—Me parece una lástima que la gente del pueblo no sea capaz de proveer a la iglesia, ellos son los que bendicen abundantemente a este pueblo pulguiento. —Tienes razón, ¿qué sería de nosotros sin ellos?
Gildardo escuchó la plática mientras se alejaban poco a poco caminando calle abajo. Se levantó de inmediato e incluso dejó de lado la pasividad con la que había actuado para no despertar al perro.
Entró a la casa y busco una camisa limpia. Se limpió un poco la cara y se puso un sombrero de paja. Salió de la casa e ignorando al perro, siguió el camino que las mujeres habían transitado.
Llegó a la iglesia, con la camisa marcada con manchas que el sudor había dejado. Entró y buscó con desesperación al padre. Cuando lo vio se acercó hasta él. El padre era un hombre limpio. Su ropa almidonada y planchada desprendía un aroma a colonia extranjera. Usaba un par de zapatos que reflejaban el techo de la iglesia, con sus cúpulas pintadas en oro. El aspecto refinado lo hacía resaltar por entre toda la gente del pueblo.
—Buenas tardes padre. Le dijo Gildardo antes de besar su mano. Fíjese que he escuchado que la iglesia necesita donaciones. Y quería pedirle que me otorgue el permiso de ir hasta las casas para pedir unas monedas y así servir a Dios. —Pero claro, usted puede hacer lo que guste y no necesita mi permiso, pues, tiene la bendición del Señor. Le dijo el padre. Tome, lleve este folleto y háblales de las bendiciones del señor.
Se arregló la camisa y sacudió el polvo de sus pies cenizos antes de gritar en la casa que no contaba con puerta. Solo unos pedazos de madera amarrados con alambre viejo simulaban ser un obstáculo para impedir que cualquier persona tuviera acceso a la casa.
—¡Buenas tardes! Gritó Gildardo buscando captar la atención de alguien. Después de unos segundos alguien vino a dar respuesta.
—Buenas tardes. Salió una anciana que se ayudaba de un bastón para caminar, era como una calavera que portaba un traje de piel, el cual además le quedaba grande. ¿En qué puedo ayudarle, joven?
—Sí, buenas tardes, fíjese que estaba buscando recolectar un poco de dinero para ayudar a la iglesia. Están teniendo problemas con el dinero, así que me ofrecí como voluntario para recolectar algunos centavos. ¿Se imagina qué sería de nosotros sin ellos?
La anciana, quien apenas podía sostener los párpados arriba de sus ojos, observó a Gildardo y le dio lastima su aspecto andrajoso.
—Pues que te digo, mijo. Respondió la anciana.
Por acá apenas tenemos para comer frijoles y tortilla, pero si dices que necesitan ayuda, uno siempre puede aportar algo.
Buscó entre sus bolsas y sacó una moneda de dos pesos. Una solitaria moneda que había estado nadando entre los mares de desesperanza que se alojaban en la bolsa de su chaleco.
—Bueno, muchas gracias por su ayuda. Que tenga buena tarde. Se despidió Gildardo. Que Dios nos siga bendiciendo.
Así recorrió las largas calles del pueblo. Para cuando dieron las 5:00 de la tarde sus pies ya cansados le dolían. Decidió ponerle fin a la recolecta. Se encaminó hacia la iglesia y sin haberlo pensado se percató de que el camino de regreso sería largo.
Minutos antes de que dieran las seis cruzó la puerta principal de la iglesia donde encontró al padre despidiendo a dos jóvenes algo angustiados.
—Buenas noches, padre, me siento muy feliz de haber podido recolectar algunas monedas para que la iglesia nos siga bendiciendo.
—Bendito seas, hijo. Dios sabrá recompensar tu buena acción.
Gildardo le acercó un saco de lana donde había venido metiendo las monedas que recolectó durante el día. El padre las tomó y se apresuró a abrirla, al interior encontró un puñado de morralla, la cual generaba escándalo por la caridad de monedas. Monedas de baja denominación. Los pobladores de aquel lugar en las costillas de la miseria, se habían despojado de los pocos centavos que poseían, para muchos los únicos, esperando que las bendiciones no cesarán de caer sobre ellos.
—Ha sido una muy buena contribución, pero si te digo la verdad, es insuficiente.
Comentó el padre. Yo sé que si continúas haciendo esto podemos obtener más. —He recorrido las calles de arriba abajo. Creo que los pobladores han aportado de buena voluntad, incluso quienes no tienen nada. Respondió Gildardo. —No te dejes engañar. Apuntó el padre con voz socarrona. Hay quienes comparten migajas pero esconden la hogaza de pan. La avaricia es un pecado.
El padre se dio la vuelta mientras avanzaba entre las bancas y con el cristo crucificado viéndole de frente. Gildardo salió de la iglesia con un soplo de rabia. Se cuestionaba cómo era posible que la gente ocultara las grandes cantidades para solo ofrecer las migajas.
Su corazón se encontraba conmocionado, agitado, brincoteaba acelerado. Una membrana viscosa y putrefacta comenzó a cubrir su corazón. Se sentía traicionado.
El camino de regreso a casa fue fugaz, el ritmo de su corazón le marcó la pauta a sus pasos.
Frente a la piedra esperaba impaciente el perro flaco. Cuando escuchó las pisadas, se levantó en sus cuatro patas y corrió hasta Gildardo, quien le recetó una patada para apartarlo del camino.
La noche caía sobre los hogares de cartón y láminas, que apenas podían contener la pesada realidad.
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