Por Luca Moriatur
Dentro de la gran bóveda de un pueblo olvidado por el tiempo, por la providencia, por el bienhechor, se suscitaban hechos de los cuales ahora en nuestros días solo quedan en la memoria de los octogenarios y aquellos que dejaron olvidado sus vejámenes ancestrales y fueron maldecidos con llevar encima un siglo de vivencias y una buena paga por sus fechorías.
En tiempos antiguos donde las romerías al centro religioso de nuestro pueblo eran realizadas como grandes caravanas donde se atravesaban diferentes territorios y terrenos, donde estas durante semanas completas, incluso hasta meses enteros recorrían los caminos para llegar a la pequeña ciudadela. El glorioso pueblito rodeada de pequeños caseríos y aldeas donde se daban las mejores cosechas, las mejores bestias y por supuesto la mejor calidad humana era encontrada en estos caseríos, donde todos los vecinos se conocían, donde todos compartían, donde todos eran familia, donde todos se protegían de esas cosas malignas o incluso del maligno.
Cierta fecha dentro del ir y venir de estas pequeñas agrupaciones, llego un nuevo vecino a la comunidad, era de porte elegante y estaba acompañado de su esposa, una señora de avanzada edad y con un temperamento agrio y de pocos amigos. Los días empezaron a correr y el nuevo vecino era visto a mediodía y luego nadie sabía de él, se mantenía siempre dentro de su casa, con su señora y en las noches un único candil iluminaba su sala principal y por lo demás todo era tétrico e incluso funesto. A la señora se le solía ver los jueves de mercado y los domingos de misa en el oratorio, pero el señor como se lee anteriormente solía verse al mediodía, rodeando el pueblo, sentado en el pasillo de su casa o simplemente fumando entre los árboles que rodeaban el campo de futbol.
Debido a la lejanía de esta aldea cuando se presentaba una necesidad o debía abastecerse el almacén de la aldea se tenía que emprender un viaje de día y medio para ir al centro del pueblo. Este se realizaba sobre la espalda de una bestia o en carretones de madera jalado por un par de bueyes. Un día el señor carpintero de la aldea fue buscado para realizar un trabajo urgente, pero este al verse solicitado se dio cuenta que le hacían falta algunas piezas para realizar dicho trabajo por lo que tenía que emprender un viaje al pueblo. Eran las seis de la tarde cuando fue a su establo preparó su mejor caballo y se retiró a su casa para descansar que al despuntar el día debía partir. En la aldea sabían de su viaje, pero surgió un imprevisto que lo obligó partir a medianoche ya que la salud de una señorita dependía de él y la única medicina que podía aliviar su enfermedad solo se vendía en la botica del pueblo.
Saliendo casi sin descansar y con lo poco que había arreglado para tan largo viaje salió a toda prisa de la aldea siendo las diez de la noche. Al avanzar por campo abierto empezó a disminuir la velocidad a falta de luz y solo acompañado de la luz de la luna (hay que resaltar que había luna llena) avanzaba por las veredas el valeroso carpintero que veía las sombras saltar entre su campo visual, rodeado de sombras monstruosas de los árboles de pito, cuje, mango y uno que otro palo de amate. El valeroso señor seguía su camino muy confiado en la providencia y en su Dios que lo protege de todo mal. En cierto recodo del camino a orillas de un pequeño riachuelo que bordeaba una colina empezó a escuchar un escandaloso coro de animales, donde distinguía el canto de aves nocturnas, los gritos pavorosos de cuadrúpedos y ramas quebrándose por un grupo de monos saltarines.
Pese al ruido presente y lo tenebroso que puede haberse sentido a media noche el escuchar esos sonidos, el valiente jinete seguía su trote al lomo de su fiel animal. Al llegar al extremo opuesto del riachuelo en medio de la nada vio como una imagen pequeña saltó sobre la cabeza de su caballo y este asustado y reaccionando tomo su filoso machete para defender su rostro, pero al divisar bien el pequeño bulto se dio cuenta que se trataba de un pequeño mono. Casi muerto de la impresión esbozó una sonrisa y extendió su mano al mono y este subió a su brazo para luego colocarlo en una rama que casi hacia botar su sombrero de palma prensada.
Pensando que se había librado de este, continuo su camino, más adelante se escuchó el grito del primate de nuevo y este saltó de la rama más alta e iba directo al rostro del jinete, pero este percatándose de que amenazaba su integridad y con toda la agilidad de un viejo de campo sacó su machete y en el momento que lo tuvo enfrente este se cubrió con su arma y en una maniobra casi heroica su machete logró cortar la mano del mono a la altura del codo. El pobre primate con el impulso de la cortada cayó sobre las rocas emitiendo un chillido ensordecedor y retorciéndose del inmenso dolor que sentía por el corte que le había hecho perder su mano. Sin fuerzas para atacar se perdió entre las sombras del bosque entre llantos y gritos.
El carpintero sin inmutarse y con toda la pasividad del mundo limpio su machete y tomo la pequeña mano del mono y la colgó de su montura como trofeo del ataque nocturno. La noche avanzó y continuando su cabalgar a media madrugada cuando el sol empezaba a inundar la tierra a lo lejos empezó a divisar los techos rojos de pueblo. Se enfilo hacia la plaza muy tranquilamente percatándose que en esta se encontraban un grupo de personas que parecían estarle esperando. Al estar frente a estos, logró apreciar en el grupo al Juez de Paz, tres policías, dos o tres metidos y por muy extraño que parezca también estaba el vecino de porte elegante de la aldea. Entre el grupo se adelantó el Juez de Paz y abriéndose paso entre las personas se dirigió al carpintero diciendo: - Buen día señor Pérez fíjese que a primera hora recibimos una denuncia de ataque con arma blanca que hizo usted a este señor-. El juez giro su cuerpo y alzando su mano izquierda y con su dedo índice señalo al vecino de buen porte el cual se encontraba al final del grupo de personas con su ropa muy sucia y sobre su pecho, su brazo con un corte asqueroso que hacía presentación a la ausencia de su mano derecha hasta el codo.
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