Por Xóchitl Marlen Corona
Tres pastillas y el cuerpo apenas comprendía; cuatro y luego cinco. La luna se asomaba por el pequeño tragaluz que de vez en vez iluminaba la recámara. Al fondo de la habitación unos pequeños ojos brillaban, yo mordía mis uñas. Seis, siete y luego diez pastillas, la mirada brillaba más y más. La luz se esparcía por la habitación, los ojos pacientes esperaban en el fondo y la penumbra ocupaba la habitación. La noche llegaba y con ella el punto más oscuro. Quince pastillas, los dedos comenzaban a doler, los dedos expuestos sin uñas y la luz comenzaba a iluminar lo que parecían unos pies. El frasco completo y yo en el rincón abrazada de aquello que suponía mi cuerpo, animada a que fueran cenizas las que me acontecieran en unas horas más.
La luz caminaba como un sueño de angustia y ¿la luz? ¿Qué no se supone que con ella o en ella se trasciende?
La luz revelaba unos pies, un fondo largo y negro hasta la cabeza. Esos ojos resplandecientes, luego… luego se notaron los dientes, afilados y hambrientos. ¡Otro bote más! Las pastillas comenzaban a nublar la luz, cada vez más lejos y cada vez más certero el camino.
La mirada desde la esquina era penetrante, no me perdía la vista. Fijada y penetrante, un paso y luego la mirada caminaba; parpadeo y un paso más cerca, la mirada sigue. Lo que fue distante ahora se acercaba. Dos pasos, un parpadeo, dos más. Los brazos pesados y húmedos, parpadeo, tres pasos más; los dientes rechinaban a lo lejos, ¡tres pasos más! Mi cabeza caía de lado, pesada como “la carga de la infancia”, que perturba ominosa y solitariamente. Mientras la noche se esparcía, la mirada al fondo de la habitación ya no era tan lejana, ya no era tan oscura.
Con la oscuridad total se podía sentir la caricia de las uñas finas que rozaban mi cabello. Ya no había parpadeo, mi cuerpo inmóvil reposaba sobre las piernas de quién me miraba, tendida en sus muslos me acariciaban, las uñas largas rasgaban mi piel.
Del otro lado, al fondo de la cama, otra mirada asechaba, arrastrándose desde las sábanas tocando poco a poco los dedos de mis pies. Sigilosa, abrumante, se recostó frente a mí. Mi saliva escurría sin voluntad, el frío llegaba como piquetes en la piel. El cuerpo al recostarse a mi lado provocaba que el colchón se hundiera. Las uñas colocaron suavemente mi cabello detrás de mi oreja, me miraba profundamente. Una sonrisa sin labios mostraba los dientes, amarillos y afilados; mis párpados caen como cuerpos acribillados, me desvisten; ahora mi cuerpo húmedo no trasciende. Ahora ya no es más de noche, y en el fondo de la habitación está mi espejo, y en el fondo del espejo: yo.
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