La cité en el local de comida que quedaba en la esquina de mi calle, un local pequeño para la fama que tenía, como abrían las veinticuatro horas era el lugar perfecto para pasar por tacos después de una buena borrachera, mi papá sabía perfectamente de eso.
Llegué diez minutos antes, escogí la mesa más alejada de la puerta, por si pasaba alguien de la escuela no nos viera. Pedí un jugo de uva y me senté viendo hacia la puerta. Unos minutos después sonó mi celular ‘Llegaré un poco tarde’ decía el mensaje. Después de media hora esperando, empecé a ponerme nervioso y hambriento, pedí una orden de tacos de suadero, mis favoritos. No me di cuenta cuando ella entró, estaba dando la última mordida al último taco cuando la vi parada frente a mí.
—Comenzaste sin mí.
Dijo, con la más hermosa sonrisa que jamás había visto.
—¡Perdón! Llegué un poco temprano y tenía hambre, ¿qué vas a querer tú?
Pedí otra orden de tacos y ella una quesadilla de flor de calabaza. Conversamos un largo rato, podíamos platicar por horas y era una de las cosas que me encantaba de estar con ella.
Recibió una llamada que no contestó y me dijo:
—Ya me tengo que ir, mi mamá me tiene estudiando todo el tiempo para que pase el examen a la prepa.
Entonces me armé de valor y le dije todo lo que venía sintiendo desde primero de secundaria, cuando la conocí.
—Entonces, ¿Quieres ser mi novia?
Pasó el último bocado de su quesadilla, tomo un trago de refresco y mientras limpiaba sus dedos con una servilleta comenzó a hablar.
—Pasamos mucho tiempo juntos gracias a la escuela, y me gusta estar contigo, pero cuando entremos a la prepa todo va a cambiar...
En ese instante dejé de escuchar su voz, sólo podía concentrarme en la mezcla de olores friéndose en el aceite, las salsas y la verdura de los recipientes en la mesa; los sonidos que antes eran ruidos se volvieron melodía, la telenovela en la pantalla, el choque del metal contra la plancha, las pláticas en las otras tres mesas, mi respiración y mis latidos agitados; veía fijamente sus labios, sus tersos y hermosos labios, sin poder descifrar lo que decían; mis manos estaban hechas nudo entre mis rodillas, bajo la mesa.
—...Por eso no podemos ser más que amigos.
Esas palabras me despertaron del viaje sensorial en el que se había sumergido mi cabeza para no darse cuenta que me estaban rechazando.
—Está bien.
Contesté y sonreí. Ella dio el último trago a su refresco y salió agradeciendo a la señora por la comida.
Me quedé horas ahí sentado, comiendo no sé cuántos huaraches, gorditas y quesadillas, hasta que llegó una ambulancia por mí.
—¿Dónde te duele, amigo?
Preguntaba insistente el paramédico. Yo sólo me apretaba el pecho, luego empecé a vomitar.
Por Gabriela M. Torres.
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