Por María Antonelli
Son las sombras de la mañana boca al techo, labios de pez con náusea, bostezo con vómito interno, me incorporo jadeante, enciendo la lámpara roja aterciopelada que compraste con tu bono y la escondiste detrás de tu espalda para que yo adivinara la sorpresa; con una mano adolorida cojo la taza del té de quién sabe qué hojas amarillentas y amargas y mágicas; inspiro a través de los intersticios del pijama de señora en invierno casi yerto pero punzante como cadáver de mosca, la que ha recorrido cada eje bioluminiscente en mi deambular místico por la saudade del proto sueño. Pienso qué quiero escribir, echar a rodar la parte no artística de todo mi ser, para eso es indispensable subirme las mangas del camisón porque es el único acto sincero y verídico del que pretende que escribe y se queda observando treinta minutos la hoja en blanco sin que ocurra nada y es, sin duda, la única batalla ganada de antemano, lo demás está perdido como barco de papel estraza hundiéndose en una banqueta rota, luego, todo es metafórico, -la lámpara, el bono, el té, la náusea matinal, el pijama de señora con frío porque el hombre del tatuaje alado ha abandonado el lecho-.
Lo observé desde mi terreno peinando su risueña enredadera bionda, el perfume voló y se evaporó sobre su volátil áurea magenta, antes de partir me ofrendó cereal y un ósculo tenebroso, malvado, egoísta, su perfume me dolió en el pecho manso e hinchado, cerró la puerta no sin antes encender la chimenea para que yo me calentara sin él, me quedé de nuevo entroncada y triste, con náusea y Dios, salmo veintitrés, cereal, tic tac, tic, tac, ¡ciao, buongiorno! El ruido matutino de voces estridentes y saludos repetitivos, circulares, tediosos. El estruendo del campanario cada cuarto de hora, las noticias de una constante guerra, los resignados lamentos por los dos euros y veintitrés centésimos la bencina. -Se los dije-, pensé, esbozando una sonrisa sardónica y cómplice.
Luego el altavoz triste del vendedor rodante de pescado y la oferta del marroquí a diez euros cualquier vestido de cinco.
Me levanto aletargada de esta cama-trinchera, abro la llave del agua caliente y dejo correr sin dejar de observar el fluir del cántaro hirviente, el vapor crea una distopía violeta en el baño, me sumerjo en lo más profundo de ese mar burbujeante hasta la apnea.
Resisto; me lavo el corazón y los signos, los oscuros cilios de la cabeza naufragan, soy un barco de papel rododendro sepia anclado, me seco el cabello, me pongo el vestido azul, dos gotas de perfume en la carótida; espero pacientemente acurrucada en el diván tejiendo historias simbióticas hasta mi próximo encuentro con Ulises.
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